Esta galería de autores contemporáneos se creo en 2004

martes, febrero 28, 2006


Fotógrafo: Javier Prieto
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En Knossos
Maricarmen Horta

La minotaura embistió una vez más. Su voracidad ecuménica iba acompañada de un vértigo interior muy parecido a la desolación. Por eso, antes de engullirlos, ella marinaba con sus lágrimas los cuerpos masculinos. Los prisioneros corrían por las galerías en un intento de escapar con gentileza - al fin y al cabo ella era una dama - pero a punto de ser alcanzados los invadía una petrificación pompeyana y sólo podían cubrir delicadamente su genitalia con las palmas de las manos.
A la entrada del laberinto Teseo dejó caer la lanza. Traicionando su linaje de héroe prefirió salvar el pellejo y apurar el paso de vuelta a las naves. En la retaguardia retumba un último y furioso bramido, una cavernosa y bestial lamentación por el eterno desencuentro.
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jueves, febrero 23, 2006

24 y ½



Jeux de Nymphes
Auguste Rodín



Virginia Hernández Reta


Con frecuencia las compañeras me preguntan qué he hecho para llegar tan rápido a donde estoy. Sonrío y siempre doy la misma respuesta: “Al cliente lo que pida.” Las incrédulas se alejan mirándome de reojo como si guardara un secreto mayor. No lo hay.
Empecé como vendedora en el departamento de zapatería para damas. Recuerdo bien la tarde en que llegó al almacén la que sería mi primer cliente. Era una mujer madura y delgada. Con voz austera me pidió unos mocasines marrón en talla 24 y ½. De regreso, con la caja en las manos, me arrodillé frente a la mujer y la descalcé cuidadosamente. Me miró extrañada, pero no abrió la boca. Con toda suavidad introduje mis manos debajo de su pantalón y, desde la rodilla, fui quitándole la media.
-No hay manera de disfrutar realmente un zapato sino es piel contra piel.
Sentí cómo se erizaban los finos vellos al paso de mis dedos. Mis manos rodearon su pantorrilla, demasiado llena para el resto de su cuerpo, y deslicé la media con lentitud hasta dejarla caer, vencida, sobre el tobillo. Volví a tomarla por la punta mientras con la otra mano acariciaba el talón endurecido. Retiré la media del empeine, como se quita un guante largo. Antes de calzarle el zapato derecho, tomé la punta de sus dedos entre mis manos y acaricié morosamente las yemas. Como un accidente, pasé mi palma por el arco del pie y lo sentí encogerse en un mudo escalofrío. Con delicadeza coloqué el mocasín, que en el momento me pareció un disfraz grotesco para un pie tan pálido que dejaba adivinar el trazo de sus venas. Calibré el ajuste del zapato. Sin soltarlo, miré a la mujer que se mantenía rígida en el asiento.
-Si me permite, creo que le queda muy justo. Le traeré medio número más.
Deposité su pie en el suelo. La mujer no lo movió ni un milímetro. Recorrí ligeramente su empeine con mis uñas, al tiempo que le miraba los labios.
-Los pies son nuestro único apoyo. Hay que tratarlos bien.
La boca de la mujer se entreabrió instintivamente. Mucha humedad para una mujer de apariencia tan seca.
Tomé la caja y me alejé. Ella continuó inmóvil, sin atreverse a seguirme con la mirada. Después, la vi voltear a su alrededor, contenida. Era temprano, la tienda estaba casi vacía. Las demás vendedoras se mantenían ocupadas en el teléfono, arreglando escaparates o sacando el inventario en la bodega. Cuando regresé, la mujer me sonrió mesurada y estiró el pie. Se llevó los mocasines y unos zapatos de tacón que -le hice ver- realzaban la extraordinaria curva de su empeine.
Regresó a la semana con la idea de cambiar los mocasines. Le mostré entonces unas alpargatas importadas con lazos sobre el tobillo. No tuvo reparo alguno en que atara y desatara alpargatas de gabardina, de cuero, de tela, con adornos, con punta descubierta, con plataforma de madera... Mis dedos subían, resbalaban, se montaban, se introducían en los pliegues de su piel. Mientras memorizaba sus plantas con el tacto, su falda me permitía adivinar el roce de unos muslos blancos, alejados del sol y extrañamente descubiertos bajo la luz neón.
-Las botas están en rebaja –insinué, al tiempo que podía observar el inicio de su ropa interior bajo la falda.
Le mostré unas botas de cuero negro que llegaban más arriba de la rodilla. Se rió apenada y las apartó.
-Pruébeselas. No pierde nada -insistí.
-No estoy en edad.
-Nada de eso. Se las puedo traer en su número, tan sólo para que usted vea cómo le quedan.
Ella no hizo el menor movimiento para rechazarlas, así que asumí mi papel. Descalcé -como si fuera un ritual- las alpargatas verdes que permanecían atadas a su tobillo. Le dejé sentir mi respiración sobre su empeine y acomodé su pie entre mis muslos arrodillados. Introduje la bota, acariciando el cuero que yo guiaba, ascendente, sobre su pierna. Escuché cómo retenía ligeramente la respiración cuando acabé de subir el cierre y metí los dedos entre ella y el cuero.
-Es importante dejar respirar la piel- le dije, mientras con las uñas recorrí el cerco que imponía la bota en su entrepierna. –Véase en el espejo- Mi voz sonó rara, ronca, contaminada de una autoridad recién nacida, esa que deviene de poseer en cuerpo y alma, aunque yo sólo vendiera zapatos.
La mujer modeló las botas con torpe excitación, como una adolescente que acabara de descubrirse los pechos más crecidos. Yo, de brazos cruzados, contemplaba su reflejo. No miraba las botas, sino a la mujer transformada en un territorio más amplio. Su sonrisa era la victoria. Después del embeleso, la mujer se descalzó, tomó las botas y me las entregó en mano.
-Gracias, no. Quizá otro día.
Le sonreí de vuelta.
-Aquí estaré para servirle.
Ella se alejó con la mirada fresca. Al cliente lo que pida.
Hasta hoy ésa es mi respuesta, pero las personas no creen que sea así de simple. Imaginan que se necesita más para pasar en poco tiempo de vendedora a jefe de piso y después a supervisora. Ahora me han ofrecido un cambio de departamento. A partir del mes próximo mis clientas me encontrarán en Lencería. Y ahí, por supuesto, seguiremos en lo dicho.

jueves, febrero 16, 2006

:::: El ultimo piso

Mariví Cerisola
Llegó al hotel casi a las cinco de la madrugada. Pronto amanecería. El conserje la recibió tallándose los ojos, aturdido de sueño y con la mitad de la camisa fuera del pantalón; pero en cuanto la observó, supo que estaba frente a una legítima hembra. De esas que por aquel lugar poco o casi nunca se dejaban ver. Ella le echó un vistazo: No está mal el wey, ¿Por qué no?... Se alzó de hombros sonriendo. La noche había estado delirante: uno, dos, tres tipos. El tercero había sido el mejor, como todas las veces: alguno siempre superaba a los otros. Tomó la pluma y se registró. -Quiero un cuarto en el último piso. Después de lanzarle una coqueta ojeada al portero, con llave en mano, se fue a la habitación seguida por la lujuriosa mirada masculina. Así era siempre, desde el inicio de su historia.
El cuarto estaba en penumbras. -Ay qué delicia. Voy a dormir hasta la hora de la cena. Estoy agotada. Se asomó por la ventana para recrearse con el espectáculo luminoso que estaba a punto de extinguirse. Le fascinaba mirar las luces de lejos, esos brillos sorprendentes, caprichosos. -¿Y si extendiera el brazo? ¿Podría tomar un puñado de resplandor entre mis manos? Nunca. De un jalón cerró las cortinas y empezó a desvestirse. Mientras se quitaba el sostén de encaje negro evocó los ojos de ¿Arturo? Creo que ese era su nombre y le pareció que ahí mismo estaba esa mirada perpleja, suplicante, casi como si pudiera tocarla, sentirla de nuevo. Todo era lo mismo, con todos era igual. Primero el deseo y después...
Tuvo el impulso de embelesarse consigo misma y verse en el espejo. No tenía caso, ¿Para qué? Las pantys oscuras cayeron al piso y sus piernas se movieron libres, frescas, desnudas. Embriagada de recuerdos paseó las manos sobre su piel resucitando las caricias acumuladas, los besos, las voces enardecidas y las ganas, siempre las ganas. -Ay, estos hombres! eternamente andan ganosos y gracias a ese apetito yo no paso hambres. ¿Cuántos habían desfilado por su vida? Absurdo hacer cuentas, hace siglos que me dedico a esto.
Después de quitarse la ropa se metió entre las sábanas. Palpar el frío de la tela sobre su cuerpo desarropado le causaba un goce exquisito. El encanto de dormir en hoteles distintos era algo inevitable. Percibía las historias que estaban caladas en cada rincón de las habitaciones: secretos, esencias, gotas derramadas, intimidades.
Se acomodó boca arriba poniendo los brazos sobre su pecho y cerró los ojos. Varias imágenes deambularon dentro de su cabeza: ella nacida, ella adolescente, ella mujer. El encuentro nocturno aquella noche otoñal en el parque, la boca masculina reconociendo su dermis y luego, ella lozana, perpetua, eterna, virginal, inmortalmente joven.
Sonrió, sacó la lengua despacio y la anduvo por las comisuras de sus labios. Aún quedaban rastros de sangre. Sintió sed, tuvo deseos. Quiso ir en busca del hombre de la administración, tocar sus brazos, tórax, cuello...alcanzó un espasmo de placer. -Mejor al rato, cuando anochezca. Será otro más. Cuestiones de casta.
Se quedó hondamente dormida.
Dentro de la habitación: oscuridad total. Sólo el filo de sus colmillos resplandecía del mismo modo que las luces de la ciudad que agonizaban afuera.
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:::: Mariposa


Mariposario
Fotógrafo: Amélie Olaiz


Mariposa
Yudi Kravzov

Entré a su cuarto en silencio y la encontré dibujando. Me senté a su
lado y le dije:
—Me convertí en mariposa en cuanto me hice madre.
— ..y si me voy de pronto, ¿te conviertes en gusano?— preguntó mi hija con la crueldad ingenua de una niña de seis años.
—No, una mariposa se muere como mariposa— conteste, sintiéndome gusano; a los seis años ella estaba lista para abandonarme.
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Fotógrafo: Amélie Olaiz
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Desde hoy
Yudi Kravzov

Desde hoy puedes hacerme el amor
en cualquier rincón de esta casa,
menos en la cama;
ahí solamente quiero dormir.
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