Esta galería de autores contemporáneos se creo en 2004

lunes, junio 12, 2006

El funeral


Dublín
Fotógrafo: Amélie Olaiz


Ma. Esther Nuñez

Hoy sábado escuché el silencio de Dios. Asistí al funeral del hermano de una amiga muy querida y vi de nuevo a la muerte. La observé en su rostro atristado, en los ojos transparentes, en esa mueca que aparece en sus labios cuando tiene ganas de llorar. Percibí la vida como un breve espacio que transcurre calmo o encrespado sobre un enorme trasatlántico que navega tan lento que no nos damos cuenta de que el suelo es movedizo. ¿Cómo será esa muerte que Dios nos prometió? He vivido muchas muertes y, sin embargo, mi cuerpo aún tiene corazón. De día casi siempre lo olvido, pero a veces aparece escandaloso fuera de sitio: en mi oído pegado a la almohada, en mi pecho, en mis sienes, en un párpado que de pronto aletea con un palpitar uniforme y misterioso que hace evidente el espíritu obstinado del corazón.
Mi cuerpo ha resistido varias muertes. Mi última visita al quirófano fue un trayecto de mi génesis a mi apocalipsis: antes de perder del todo la conciencia, con miedo no a morir sino a sufrir, hendí como Moisés el mar de mi vida con mi carne desnuda hasta llegar a la otra orilla y, al despertar, me encontré viva pero confusa, sin saber si eso era la resurrección.
Vivía permanentemente con dolor desde hace tanto, que se acostumbró a vivir con él, comentó mi amiga acerca de su hermano. Doloroso el dolor, pensé. Cada dolor es un remedo de muerte que ahuyenta a la muerte misma por la gran carga de vida que sustenta. Los muertos no lo padecen. El dolor nos cubre de insomnio, de cansancio, de desesperanza, pero también hace ostensibles los instintos más primarios. El de supervivencia surge como una contundente inclinación a buscar el vigor y la fortaleza que anidan a veces adormecidos dentro de nosotros. Tánatos también aflora, con su seductora promesa de reposo. Nunca antes había pensado en la muerte como el sitio de mayor serenidad.
Hay muchos tipo de dolor: el del alma, el del cuerpo, el que se da por el solo hecho de existir. Pero descubro que a mayor intensidad del dolor, mayor aliento hacia la vida: una pastilla, una caricia, un cambio de posición, toda una gama de habilidades que, bien usadas, nos permitirán disfrutar del estado primigenio: estar simplemente vivos.
Recuerdo la primera vez que vi El regreso del hijo pródigo de Rembrandt cómo agonicé mansamente cubriéndome de oscuridad en un creciente estado doloroso. Desperté cuando casi sucumbía a mi muerte gracias a un gesto cotidiano. ¡Me alegré tanto de estar viva! La apacible agonía ante una pintura exquisita o una melodía sagrada no es más que un acercamiento al sufrimiento, al llanto que brota inexplicable ante la belleza. A mayor dolor, parecería, mayor plenitud de vida; incomprensiblemente nos aleja del agobio de tedios y grises cotidianos: justo ahí es donde aparece Dios con su rostro de león y de cordero.
Cuando murió papá me sorprendió que el mundo continuara: ¿cómo pueden seguir viviendo los pájaros, los niños? ¿Cómo es que la humanidad entera no está de luto, como yo? ¿Cómo es que él, mi padre, fuera tan poca cosa que su muerte no paralizara a las estrellas? ¿Cómo es que lo soporto y sigo conduciendo un automóvil, hablo por teléfono, compro la comida? Era algo inexplicable. Lo único que le sobrevivió fue mi carne. Y mi cuerpo -hoy sé insignificante- un día también va a desaparecer y entonces podré mirar a Dios con ojos azorados. Gracias a este saber es que puedo continuar echada a andar hacia delante. Gracias a este saber es que puedo convivir conmigo misma y sufrir con un goce de vida que antes no tenía.
Esa tarde pocos se acercaban al féretro; la gente congregada alrededor de los deudos hablábamos, queríamos oírnos para no escuchar el silencio de Dios que rodeaba la pequeña caja al fondo del salón. De pronto mi amiga evocó anécdotas familiares con una sonrisa: se abría paso el consuelo: la ausencia del hermano se configuraba -como un sueño que se recupera en la mañana- en otro modo de presencia.
En la funeraria, este sábado, tendidos él y yo un cuerpo al lado de otro, navegando lentamente en la barcaza gigantesca donde juega Dios a las apuestas, he ganado. Qué jubilosa vergüenza escuchar mi corazón: viva yo y muerto él. Perdón, amiga.
::
::


Dolores, 3a sección
Fotógrafo: Amélie Olaiz

domingo, junio 11, 2006

:::: Capoeira

Virginia Hernández Reta (México)

La mujer se acomoda en el camastro siguiendo al sol. En ese instante, descubre al negro. Deja la bebida en la arena, cruza las piernas y lo observa con detenimiento a través de los lentes oscuros.
Recorre el cuello ancho del hombre, los brazos exageradamente largos, la línea marcada que separa su espalda en dos fuertes tablas. Sigue con la mirada la curva que se pierde en el pantalón y que, sin embargo, deja ver el nacimiento de unas nalgas contundentes. La fuerza inaudita de la raza la deja perpleja y piensa que un cuerpo tan hermoso sólo puede lucir así en negro.
El hombre voltea y mira sin expresión los lentes oscuros de la mujer. Ella sonríe tan levemente como si contemplara el mar. Él, al contrario, sabe que lo observa. Por eso camina cadencioso por la arena y, de súbito, se para de manos con un movimiento rápido. Luego se sostiene en un brazo y lanza las piernas hacia un lado, rozando el aire con ritmo, en un giro tradicional de la capoeira.
La mujer sonríe de manera franca, cruza los brazos atrás de la cabeza y lo mira con descaro. El negro sabe que tiene toda su atención. Danza un poco más, abre las piernas hasta que sus muslos duros tocan la arena, camina de manos, se mueve con maestría entre la espuma. La mujer observa con delicia los músculos del hombre que se tensan al compás de la suave lucha, la extraña danza.
El negro, en un exceso de confianza, se tira al mar y con él baila. Sacude la cabeza y mil gotas se disparan en una aureola iluminada. La mujer le pertenece. Sonríe. Ya era hora que una blanca fuera esclava de un negro. De repente, ella desvía la mirada. Ha tenido una sensación extraña e intuye que el hombre, tal como sus bisabuelos y tatarabuelos, se ha convertido en un cautivo de nuevo.
El negro no ha acabado de salir del agua cuando la mujer se levanta, gira el camastro y le da la espalda. Respira, aliviada, pensando que ha librado al hombre del terrible peso de su admiración. Atrás, entre las olas, el negro no sabe qué hacer con esa repentina libertad.
::
::