Esta galería de autores contemporáneos se creo en 2004

jueves, octubre 16, 2008


Santa María la Rivera
Fotógrafo Amélie Olaiz

:::: Todos mis años y mis dolores en su vientre

Jorge Borja (México)
Para Adrián Román

En invierno la luz se retira del patio. Amanece más tarde y el sol apenas alcanza los balcones de los pisos altos de la vecindad. En el departamento 31, la señorita Arselia saca a su papá al balcón, después del mediodía para que no le pegue la resolana. Ahí se la pasa don Manuel, sentado en su silla de ruedas, con las piernas cubiertas por un cobertor.

¿Cómo me van a sorprender si eso ya lo viví? Esa cara la conozco y también esa otra, lo que les pasó ya había pasado. Los hijos heredan a sus padres hasta en la manera de cagar. Al muchachito del 9 le gusta andar de noche, como los gatos, trepado en la azotea espiando a las vecinas. Su padre Enrique y su abuelo Arturo hacían lo mismo; hace treinta años le llamé la atención a Quique porque lo encontré viendo a Arselia en el baño y hace más de sesenta, Arturo y yo juntamos dinero para comprar un catalejo en la Lagunilla. Me acuerdo que nos lo arrebatábamos para ver a Carmela la del 6 recibir al novio cuando su mamá se iba a trabajar. Lo mismo hace ahora su nieta con un jovencito flaco que espera fumando, recargado en la esquina de la panadería, a que la hija de Carmela se vaya a cubrir turno al hospital.

A pesar del frío, Camila, Esther, Karen, Mónica y sus amigas de la secundaria, aprovechan las vacaciones para salir a jugar voleibol en el patio. Visten de shorts y camiseta, y las más aventadas hasta usan falda. Agarran el mecate de un tendedero como red y pintan los límites del campo de juego con un gis. Sacan un balón percudido que tiene varios parches. Entre sus manos la bola parece viva: brinca de un lado a otro y las jovencitas se estiran, se doblan y se agachan para pegarle. Juegan con tanto entusiasmo que los visitantes se detienen a verlas y algunos vecinos chiflan y echan porras. El juego se interrumpe cuando la mamá de Mónica la obliga a cambiarse de ropa porque con tanto brinco hasta enseña los calzones. La sustituye momentáneamente Lupita, una vecina mayor, y prosigue el partido. Don Manuel, desde el balcón, sigue las jugadas. Se cala los lentes para mirar mejor. Su hija le trae un vaso de leche y un bizcocho que pone en una mesita junto a él. Parece que la juventud le infunde ánimos. Viene la bola volando sobre las cabezas de las niñas. Atrás, Esther, una chica morena y espigada, de blusa blanca, se alza para pegarle un puñetazo. Su cuerpo se tensa en el aire, sus muslos relumbran con el sol.

Maciza como la otra Esther. Yo cumplía 16, ella tenía 18 y una niña recién nacida. Me contó que llevaba poco trabajando y que pensaba juntar un dinero para poner un puesto en la Merced. Todavía no se habituaba a bailar repegadita como le pedían los clientes. Arturo insistió en que nos fuéramos a otro antro porque en ése nada más vendían cerveza y las muchachas estaban tristes. Tal vez, pero ésta es nueva, me acuerdo que le dije. Y tú también, me contestó el canijo. Me despedí de él con un billete para que levantara otra muchacha. Yo me gasté orgulloso los últimos 30 pesos de mi primer sueldo en el hotel. Esther me preguntó cómo quería. Para demostrarle que yo era muy distinto de sus clientes, le dije que no había problema, que iba a pagarle aunque no hiciéramos nada. La verdad es que yo iba muy nervioso. Apagamos la luz y nos quitamos la ropa debajo de las sábanas. Esther me dio la espalda y se durmió. Yo quise hacer lo mismo. Hasta que sentí el calor de una mujer desnuda, fue cuando supe que las noches de soledad eran muy frías. Casi temblando deslicé mi manos por sus piernas, me detuve en sus caderas, estreché su cintura y subí a sus pechos. Ella estaba dormida pero sus pezones estaban despiertos. Me entretuve acariciándolos suavecito, con las palmas de las manos. Cuando la oí suspirar, le besé la nuca y con la lengua fui bajando por el surco de la espalda hasta encontrar sus nalgas. Se arqueó y con el mismo movimiento se dio vuelta para quedar frente a mí. Sus pechos morenos quedaron a la altura de mi boca. Bebí de un licor dulzón, del que dicen los árabes que solamente se bebe en el paraíso.

Don Manuel remoja su concha y se lleva los restos a la boca. Por las comisuras le escurre leche y en la barba se le quedan moronas de pan. Camila se avienta hacia delante, con las dos manos haciendo un puño, le pega a la bola y cae de costado. Los mirones aplauden. Don Manuel levanta la cabeza. Mira cómo la muchacha sentada en el suelo se toca un codo. Tiene un raspón y un poco de sangre. Sus compañeras la ayudan a levantarse y la sacan del partido. Arselia, de suéter, pañoleta y rosario en la mano, le grita a su papá: “Voy a ver al padre Fidencio” y cierra la puerta. Don Manuel permanece callado. En realidad habla muy poco. Dicen que desde que murió su esposa se volvió muy serio. Se la pasa dormido frente al televisor. Parece que su única distracción consiste en salir por las tardes a tomar el sol.

A Arlet la conocí al segundo día de parranda en un cabaret de la peor reputación. Yo mismo la bauticé con el nombre de la otra, la que me había dejado después de dos años. Supongo que le puse así por sus labios gruesos y sus ojos grandes, como los de aquella, o tal vez porque simplemente la extrañaba. Se acercó a pedirme fuego para su cigarrillo. La invité a sentarse a la mesa y platicamos. Puede ser que me haya dado cuenta desde un principio, pero también puede ser que no me haya importado. Le seguí la corriente. La verdad es que me gustó su sonrisa. De dientes grandes y muy blancos, como la otra. Me gustó sentir su mejilla en la mía al compás de “Virgen de Medianoche”. Me gustaron sus pechos pequeños y de pezones muy finos. Tal vez ellos fueron los que me convencieron. Ni la mirada burlona del mesero me hizo regatear el precio. Su paciencia para bajarme el calzoncillo, la avidez de su mirada al encontrar mi verga, lo valieron. La lamió despacito, desde abajo, deteniéndose en ingles y testículos como si rezumaran miel y luego en el glande como si fuera una fresa. Con una ternura y una habilidad que las mujeres, francamente, desconocen.

Las muchachas terminan el juego, despeinadas y sudorosas. Se abrazan y chocan las palmas de las manos en alto. Lupita reparte envases con agua entre las jugadoras. Desde arriba don Manuel alcanza a ver cómo Karen se rocía el líquido en la cabeza y en el cuello. Se agacha para sacudir la melena. Se bambolean sus pechos como queriendo salirse de la camiseta. Aunque no pasa de los 15 años, ya tiene un culo redondo y bien formado. Ahora suspira don Manuel.

Michell me masajeó la espalda y luego me pidió que me volteara. Estaba tenso, avergonzado por mis canas, mis músculos fofos y mis verrugas. Ella no tenía más de treinta y era suave y linda, tibia y redonda. La elegí porque me pareció la más comprensiva. Entre el vapor vi su cara de sorpresa. ¿No te la estás pasando bien?, me preguntó. Y yo le dije que sí. Ella puso gesto de incredulidad. Mientras me masajeaba los pies y luego las pantorrillas, preguntó si era casado. Le dije que mi esposa había muerto hacía tres meses. Michell no contestó, simplemente se quitó el sostén y se me echó a los brazos. Me lamió el cuello y me chupó los lóbulos de las orejas. Bajó a juguetear con mis pezones. Sentí un calorcito hacia dentro del hueso. Michell me tomó del miembro y con veloz movimiento lo enterró entre sus piernas. Me metí en ella como si entrara a limpiarme a un manantial de aguas sulfurosas. Ya no había tiempo ni vergüenzas. Me sentí otra vez joven. Michell arreció el movimiento y gimió como si de veras lo estuviera disfrutando. Se llevó las manos a la cabeza y arqueó el cuerpo. Miré sus ojos en blanco. Yo me vine como si vaciara todos mis años y mis dolores en su vientre.

El sol se está ocultando y empieza a enfriar. Arselia abre la puerta, viene sonriente. De pronto se detiene y busca a don Manuel. Se asoma al balcón y lo encuentra con los ojos cerrados y la cabeza recargada en el pecho, sus lentes en el suelo. Otra vez se quedó dormido. Arselia se guarda los lentes en la bolsa del suéter y conduce la silla de ruedas, parsimoniosamente, por el departamento. Mira a su padre medio calvo, arrugado, con la barba revuelta y sucia de moronas. Ya no es el hombre aquel, tan fuerte y tan seguro, que abraza a su madre en la fotografía del comedor. De verlo tan delgado y tan débil, se conmueve y piensa: “Se ha vuelto como un niño”.



Dibujo: Laura Hermosilla (España)