Esta galería de autores contemporáneos se creo en 2004

miércoles, julio 31, 2013

De plastilina



Fotógrafa Amélie Olaiz

Quimera


Juan Manuel Zuluaga Robledo

Sí, tenía sueño, mucho sueño. Sólo caminaba por inercia en medio del planisferio de cristal y hormigón, construido a base de  puentes y estructuras de mampostería asfáltica que rozaban las nubes contaminadas. En las afueras de la construcción descomunal, Juan Siembra deambulaba con desaliento y se encontraba aturdido por el sueño.

¿Cómo explicar sus pasos de sonámbulo a través de la acera adyacente a la catástrofe urbanística, muy cerca del balón hermético de cristal, la famosa burbuja de vidrio reforzado que dividía las periferias pobres del barrio aséptico de los ricos? Su construcción le dio la vuelta al mundo: los noticieros nacionales e internacionales repitieron la inauguración oficial hasta la saciedad. Reporteros sensacionalistas transmitían en directos las imágenes de segregación en la que los pelotones del ejército, portando sus uniformes escarlatas, agredían a la muchedumbre enardecida que intentaba colarse por la fuerza en el interior de la burbuja.
De eso ya había transcurrido una década. Siembra siempre se consideraba afectado por el clima caótico y discriminatorio en que se sumía Heaveland City.  Ahora pensaba que había llegado el momento oportuno para pensar, reflexionar y derribar mentalmente los problemas impuestos por el establecimiento.
“Durante mucho tiempo he sido un autómata… un ser que anda a la deriva por el mundo, que ni siquiera tiene tiempo para observar lo que lo rodea”, reflexionó.
Últimamente las imágenes de la vida, pasaban imperceptibles por su mente, casi sin procesarlas, tal como las fotografías que componen una película poco memorable. “No más sueño, nada de vigilia ¡Abajo el Status Quo! No hay nada mejor que caminar… y observar la mierda en la que vivimos” pensó Siembra de manera desaforada.
Después de un largo semestre de dedicación y estudio, trasnocho y café para mantenerse en vela, era la hora precisa para buscar trabajo. Era el momento clave para pensar en serio su vida, sin descuidar sus trabajos nocturnos de arquitectura que terminaba cuando empezaba el amanecer.
Había sido un semestre de muchas contrariedades económicas y desengaños amorosos. Pero no todo fue negativo: obtuvo la única beca auspiciada por la Facultad Pública de Arquitectura, entre una rebatiña de estudiantes superdotados y pobres que nunca serían contratados por las grandes firmas de construcción de la ciudad, pues siempre optaban por profesionales formados en las mejores familias o peritos educados en las mejores universidades de Heavenland Country.
Juan Siembra se sentía en deuda con sus ambiciones, sueños y quimeras. Después de la muerte de su padre, quería sacar adelante a su familia compuesta por su madre y sus veinte hermanos menores, todos ellos sietemesinos. Por eso peregrinaba en búsqueda de un trabajo veraniego que le permitiera cumplir con su obligación.
Sus sueños también obedecían a un deseo altruista por ayudar a su comunidad. Por eso todas las noches trabaja en los planos de construcción de un ágora de guadua en la que se discutieran temas literarios, erigido en las copas inmensas de las ceibas milenarias cuya longitud alcanzaba los trescientos metros de altura en el Parque de la Ensoñación.
Siembra siempre habría querido derribar los muros de cristal de su ciudad, superpoblada, fraccionada, inconclusa y siempre con fatales problemas de planeación urbana, desatados por la infame burbuja de cristal. Heavenland City era una población edificada en los famosos llanos de color púrpura donde ríos y afluentes semejaban hilos de oro, como el plástico que utilizan los expertos en bisutería. Las sabaletas y los peces de colores sobrevivían en el marrón sucio de los ríos, engañando con maestría a la polución cobriza de las aguas.
Era una población que estigmatizaba a los desterrados provenientes de los cuatro puntos cardinales de la tierra púrpura que había adquirido ese color por los continuos derramamientos de sangre de labriegos que habitaban las afueras de la ciudad.
Juan llegó a los límites de cristal reforzado y gritó con toda la fueraza que le permitieran sus pulmones:
-Soy un bicho raro pero me importa un bledo lo que piensen los demás.
En ese instante se encontraba desvariando en una maraña de buhoneros y compradores populares que pintaban graffitis en el vidrio.  Después caminó por los barrios deprimidos adyacentes a la frontera vigilada por guardias y francotiradores, entró a un bar de mala muerte concurrido por proxenetas, prostitutas, pandilleros y enanos deformes que ejecutaban malabares a cambio de algunas monedas. Un aviso al lado del mostrador anunciaba vacantes para mesero en la temporada de vacaciones.
Al conocer el salario, comprendió que le alcanzaría para cubrir una gran porción de los gastos doméstico y fue en busca del dueño del lugar, un hombre calvo, de aspecto desagradable y movimientos torpes y lentos. Su cuerpo estaba colmado de verrugas grandes y siempre portaba un sable de platino en la mano derecha con el fin de ahuyentar a posibles atracadores.
- ¿Cuál es su nombre? –preguntó el hombre.
- Juan Siembra –respondió el muchacho.
- Sepa y entienda que aquí se viene a trabajar… aquí no queremos vagos. No se meta con mis niñas y aparte de su salario, le prometo buenas propinas.
Después de llegar a un acuerdo, el sujeto estrechó su mano con la complicidad de una sonrisa socarrona. La boca del propietario emitió un sonido gutural y con una voz gangosa, le indicó que lo esperaba el lunes siguiente.
Salió feliz y risueño del antro. Caminó sin tregua por las calles de asfalto, fragmentadas en sucesivas bifurcaciones de pavimento que cubrían todos los barrios exteriores a la hermética burbuja de cristal, mientras detallaba los contrastes sociales. Desde la zona marginal observa la avenida de primer mundo, atestada de edificios enormes y computarizados. Miraba las fachadas con espejos policromados, apiñados unos con otros, haciendo alarde de sus férreos sistemas de seguridad.
Entonces Juan observó un grupo de niños desarrapados que ejecutaban malabares mortales con fuego. Lo hacían ante la mirada impávida de los soldados escarlatas, preparados con sus fusiles para agredir y golpear cuando lo consideraran necesario.
Al lado de los malabaristas, las madres cimarronas cargaban a sus bebés y pedían limosnas a los carros lujosos y blindados que accedían al planisferio.   Era un panorama devastador. Los privilegiados conducían sus autos último modelo. Escuchaban sus radios de plutonio que lanzaban por el aire las notas electrónicas, mientras ignoraban la miseria circundante agolpada en las entradas de acceso a la burbuja. Antes de levantar la estructura, los ingenieros civiles diseñaron la Y, nombre que recibieron las vías de acceso de la esfera de cristal, por su parecido a ésta letra del abecedario.
Juan todavía caminaba sin rumbo fijo y sentía asco de su propia transpiración.  Accedía por los segmentos de brea y asfalto, fluidos de contaminación donde los lujosos carros franceses disputaban, en cada segundo, el primer lugar para entrar al barrio de la élite.
Los colonos instauraron Heavenland City, tres centurias después de la irrupción de las tres carabelas en las sabrosas aguas del Caribe. Causó gran admiración por su diseño urbanístico y sus revolucionarios senderos de piedra barnizada. En el presente, los saqueadores destruían el pavimento, hurgaban bien las capas de tierra y robaban las piedras resplandecientes que componían las viejas vías. Las vendían, con el beneplácito corrupto de los políticos locales, a viejas dinastías asiáticas y a los mercaderes arqueológicos de los Países Bajos.
Siembra fijó la vista en los actores del latrocinio, abriendo boquetes con palas, taladros y toda suerte de instrumentos para socavar la superficie asfáltica.
De repente, Juan atisbó una pequeña obra de arte que lo dejó atónito. Era una mujer joven, común y corriente que conducía un pequeño carro rojo. Mientras esperaba que el semáforo diera la señal de partida para acceder a la esfera, meneaba la cabeza al son de la música estridente. Sus manos nerviosas se encontraban aferradas con fuerza a la cabrilla y los bucles castaños, le colgaban graciosamente por los hombros. Siembra no dejaba de mirarla, hermosa entre un parabrisas empañado por la lluvia.
Quería hablar, entrar en contacto con ella, lo cual era imposible porque no era permitido por las autoridades. Con tal de saludarla y saber su nombre quedaría contento. Pero debía hacerlo rápido y ganarle una carrera al tiempo, ya que el semáforo se tornaría en rojo en cuestión de segundos. No importaba que los soldados lo detuvieran… Valía la pena correr el riesgo por la muchacha. Juan no dejaba de mirarla, sin importarle que  la lluvia y el pantano le estropearan la ropa. Observar, mirar, maravillarse con el porte de la muchacha, aunque el tiempo fuera corto, pues la mujer ya se encontraba accediendo a la portería.
Súbitamente, tiempo, lluvia y granizo, se quedaron paralizados en el aire. Automóviles, polución y ruidos tuvieron el mismo efecto. Todo movimiento, sin excepción alguna, se quedó estático y el chaparrón asumió el papel de agua cristalizada. Sólo dos cuerpos quedaron al margen de la parálisis que entorpecía la vida. La muchacha se bajó del carro, detalló al joven que todavía la miraba atónito. Uno de los faroles del semáforo ya era amarillo. Se acercó hasta quedar frente a Siembra, quien no comprendía la situación. Acercó sus labios y estos se plegaron en la parte superior de la boca del estudiante que temblaba entre una combinación de escalofríos y emoción. Juan no sabía qué hacer, ni qué decir y pensar. El tiempo comenzó a fulminarse, la vida siguió su curso natural y la polución se transformó en estelas de aire fétido.
El atrevimiento quedó en medio camino, cuando la emisaria del beso furtivo, lo dejó en media calle, solo y mojado por una tormenta torrencial.
La luz  del semáforo se tornó en verde…
El letargo duró una noche y el olor rancio de la cañada desbarató los desvaríos oníricos de Juan Siembra. El péndulo del reloj seguía el mismo movimiento periódico de siempre: segunderos y minuteros anunciaban las 4 de la mañana. Entonces una voz maternal le indicó que el desayuno estaba servido en una butaca de la cocina. El hombre comprendió que los hechos ocurridos esa noche eran ficticios, que era imposible lo sucedido, que un beso, en esas circunstancias, era puro sortilegio.
“Las trampas de los sueños, las trampas de lo marginalmente establecido”, adivinó Juan Siembra mientras sus ojos se acostumbraban a luz de la cocina. Advirtió que su peregrinar por el orbe de cristal no podía ser cierto y su viaje nocturno parecía más bien un recuerdo de cinema.
De nuevo, la voz maternal se hizo sentir, advirtiéndole que un sujeto calvo y verrugoso lo estaría esperando en un establecimiento público a las de 6 de la mañana.

Prisma



Fotógrafa Amélie Olaiz

martes, julio 16, 2013

Poemitas al vuelo

Efraín Villegas

I
Hoy, antes del primer cigarro
del primer trago de café, 
sorprendí distraída a mi vida,
y sin darle la mínima oportunidad,
la metí debajo del tapete;
después, me eche a andar en círculos
como un convicto de mí.

lunes, julio 08, 2013



Yolanda Mendoza

Nadie envía postales


Diana Violeta Solares

Con muchos esfuerzos logró enfundarse la camiseta roja sobre la amarilla que ya traía puesta, tuvo que estirar la tela para poder entrar. Colocó sobre su pecho izquierdo un gafete con su nombre en letras fosforescentes: “Rosy”. Me llamo Rosa María pero me gusta que me digan Rosy, les dijo a las personas que la rodeaban, también enfundadas en camisetas rojas, pero lo dijo tan alto y de manera tan enfática que más bien el mensaje parecía dirigido al guía del grupo, quien estaba concentrado pasando lista a los asistentes.
— Señora, ¿cuál es su nombre?  
Ella irguió el pecho para mostrarle el gafete con una sonrisa.
— Estoy revisando la lista, señora, su nombre completo, por favor.
— Rosa María Vigueras Carrillo… Y soy soltera.
Él le lanzó una mirada rápida y de inmediato hizo un gesto como de tachar algo en la hoja.
— Señorita Vigueras, ya está…
Contó a los miembros del grupo señalando a cada uno con la pluma, hizo una anotación final, revisó el reloj, se acomodó la gorra y anunció al grupo de turistas: Bueno, las reglas son las siguientes: vamos a subir al Tepozteco a un paso moderado, ni demasiado lento ni muy rápido, no se separen del grupo,  identifíquense por la playera roja, tomen agua frecuentemente, estén atentos a cuando yo haga sonar el silbato. Si necesitan algo me lo dicen, me llamo Fernando.
Rosa María se levantó sobre las puntas de sus tenis y arriesgó la primera pregunta: Esteee… Fernando, ¿pero no vamos a presentarnos entre todos? Varias voces, sobre todo femeninas, se unieron a su petición: Ay, sí, vamos a presentarnos. El guía trató de disimular su enfado: Bueno, sí… El nombre, nada más.
Rosa María afinó la garganta para decir su nombre, dijo que era contadora y que era la primera vez que hacía un paseo en grupo:
— Es que siempre vengo a Tepoztlán para mi cumpleaños y esta vez iba a acompañarme mi prima pero ya no pudo porque la operaron de la vesícula y entonces ella me recomendó esta visita guiada y pues yo estoy muy contenta de poder conocerlos y como mañana cumplo 37 años…
— Gracias, ¿quién sigue? –la interrumpió el guía– nada más el nombre, por favor…
 Algunos minutos después los doce turistas se acomodaron la mochila, desenfundaron la cámara fotográfica e iniciaron el ascenso al Tepozteco.
No pasó demasiado tiempo para que Fernando y dos o tres personas más, se colocaran a la cabeza separándose algunos metros del grupo. De vez en vez se detenían para esperar a los otros y era justo cuando Rosa María hacía un esfuerzo para unirse a ellos, cosa que lograba sólo por breves momentos.
— ¿Y ya llevas… muchos años… trabajando… como guía?
— No muchos. Le respondió mirándola de reojo.
— ¿Cómo cuántos?
— Tres o cuatro, no sé.
— Debe ser muy bonito… ¿no? Has de conocer… un montón… de gente… ¿no? Y muchos… lugares… ¿ver…dad?
— Respira. Detente un momento y respira.
— Estoy bien… nomás… que…
No le dio tiempo de terminar la frase, le dijo nuevamente que respirara profundo, se apretó la gorra y dio los pasos más largos para alejarse de ella. Sin embargo, por momentos Rosa María lograba alcanzarlo, algunas ocasiones insistía con sus preguntas o comentarios, otras tantas sólo esbozaba una sonrisa mientras se limpiaba el sudor o estiraba las piernas ya temblorosas.
Después de un buen rato, cuando todo el grupo había llegado a la cima del cerro, Fernando dio algunas explicaciones sobre la pirámide que ahí se encuentra. Les señaló algunos puntos de Tepoztlán que podían verse desde esa altura y les dijo que tenían 45 minutos para descansar, tomar fotografías y comer algo. Pueden andar por donde quieran, cuando escuchen el silbato nos reunimos otra vez aquí.
Se hizo la desbandada. Él se fue a la sombra de un árbol, lo más alejado posible de las camisetas rojas. Le dio un largo trago a su botella de agua, encendió un cigarro y sacó un pequeño cuaderno. Vio lo que había escrito en la última página, el gesto se le endureció y empezó a escribir con prisa, apretando las letras. El sudor que no había aparecido durante la caminata, sobrevino escurriéndole de la frente a las páginas del cuaderno:
… que estás confundida, que no sabes para dónde darle me lo dijiste desde antes de que tomaras ese avión. Pero bueno, el estúpido soy yo, llevas años con la misma cantaleta, ya sólo falta que…
— ¿Quieres una torta? Es de aguacate con queso cotija…
Cerró el cuaderno con furia diciendo un “No, gracias.”
— También tengo de salchicha, las hice yo.
— No tengo hambre... gracias.
— Ha de ser porque estás acostumbrado a caminar mucho, ¿verdad? Caminas bien rápido, claro, has de subir y bajar el cerro todos los días… ¿No quieres ni una manzana?, ¿o un durazno?
Echó su gorra a un lado con un gesto de fastidio, pasó la mano por la frente limpiándose el sudor, dio una última fumada al cigarro y luego lo apagó reconociendo que no había remedio.
— Está bien, una manzana.
— ¿Estuviste en España? Le dijo alcanzándole la fruta.
Como el otro puso cara de sorpresa, Rosa María señaló el encendedor que él había dejado sobre la cajetilla de cigarros.
— Es que mi jefa fue a España y trajo varios de esos, se los regaló a los muchachos de la oficina. A las mujeres nos trajo unos llaveritos… mira.
Se sentó en el suelo delante de él y le mostró un llavero que decía “Madrid” con letras de colores que lastimaron sus pupilas.
— Y hace un año me regaló este otro, el de la torre… ¡Como la que tiene tu gorra!...  Viaja un montón con su esposo. Yo estoy haciendo mis ahorros para ir también… Bueno, sin esposo, porque soy soltera, pero quiero ir en uno de esos tours que te incluyen todo y que vas con mucha gente… Tú ya has de conocer todos esos lugares, ¿verdad?...
Él hizo un gesto como diciendo “algo”.
— ¿Y qué estabas escribiendo?
Tomó el cuaderno y lo metió rápidamente a su mochila respondiendo un “Nada.
— ¿Es tu diario? Cuando yo iba en la secundaria también tenía un diario. No escribía mucho pero le ponía un montón de cosas: las fotos de mis amigas, flores y hojitas de los lugares a donde iba…
— ¡No!, no es un diario. Se levantó de unn salto e hizo sonar el silbato varias veces.
— ¿Una carta entonces?... ¿Y a quién se la vas a enviar?
Es hora de irnos, le dijo mirándola apenas. Ella le extendió una mano y él tardó unos segundos en entender el gesto. Le ayudó a levantarse y se fueron a buscar a los demás.
Una vez que todo el grupo logró descender del cerro, Fernando les anunció que tenían todavía una hora por si querían comprar algo en las tiendas, antes de que llegara el autobús a recogerlos. El grupo nuevamente se dispersó y él buscó una mesa en un café. Puso su cuaderno y pluma sobre la mesa, pero no los usó. Desde ahí, sorbiendo de la taza y jalando el humo del cigarro, se dedicó a mirar el ir y venir de la gente por las calles de Tepoztlán. El sol hacía brillar las caras sonrientes de las personas igual que a los aretes, llaveros, rebozos y piedras de colores que pendían en los puestos sobre las banquetas. Entre ellos advirtió a Rosa María que avanzaba hacia él, decidida.
— ¿Cuál te gusta?, le preguntó extendiendo sobre su mesa un manojo de postales. Voy a mandarle una a mi jefa y otra a mi prima. ¿A ti cuál te gusta?
Él las tomó y las fue mirando una a una: el Tepozteco con el cielo del atardecer, Tepoztlán desde una vista aérea, el convento con sus olivos…
— Ya nadie envía postales. Le respondió dejándolas nuevamente sobre la mesa.
Ella se quedó observando unos instantes las tarjetas.
— Tampoco nadie envía cartas. Le respondió mirándolo fijamente.
No pudo evitar una sonrisa. Apagó su cigarro contra el cenicero y eligió la postal del convento. Rápidamente ella tomó la pluma de él y escribió su número telefónico al reverso de la postal.
— Por si un día te animas a organizar un tour a España, me avisas, ¿no? O a Cuernavaca… Voy rapidito a comprar unos llaveros para los de la oficina, antes de que suenes tu silbato.
Fernando miró la postal entre sus manos. Más que el convento, fueron los olivos casi petrificados lo que atrapó su atención. Hacía un buen rato que pasaba frente a ellos sin realmente mirarlos. Giró la postal y vio los números trazados con prisa, seguidos del garabato de algo que parecía una flor. Nuevamente sonrió.
Pagó el café, se ajustó la gorra y salió a la calle. El mesero se echó al bolsillo la propina y tiró a la basura la postal que había junto a ella.