Diana Violeta Solares
Con muchos esfuerzos logró enfundarse la camiseta roja
sobre la amarilla que ya traía puesta, tuvo que estirar la tela para poder
entrar. Colocó sobre su pecho izquierdo un gafete con su nombre en letras
fosforescentes: “Rosy”. Me llamo Rosa María pero me gusta que me digan Rosy, les dijo a las personas que la
rodeaban, también enfundadas en camisetas rojas, pero lo dijo tan alto y de
manera tan enfática que más bien el mensaje parecía dirigido al guía del grupo,
quien estaba concentrado pasando lista a los asistentes.
— Señora, ¿cuál es su nombre?
Ella irguió el pecho para mostrarle el gafete
con una sonrisa.
— Estoy revisando la lista, señora, su nombre
completo, por favor.
— Rosa María Vigueras Carrillo… Y soy
soltera.
Él le lanzó una mirada rápida y de inmediato hizo
un gesto como de tachar algo en la hoja.
— Señorita Vigueras, ya está…
Contó a los miembros del grupo señalando a
cada uno con la pluma, hizo una anotación final, revisó el reloj, se acomodó la
gorra y anunció al grupo de turistas: Bueno, las reglas son las siguientes: vamos
a subir al Tepozteco a un paso moderado, ni demasiado lento ni muy rápido, no
se separen del grupo, identifíquense por
la playera roja, tomen agua frecuentemente, estén atentos a cuando yo haga
sonar el silbato. Si necesitan algo me lo dicen, me llamo Fernando.
Rosa María se levantó sobre las puntas de sus
tenis y arriesgó la primera pregunta: Esteee… Fernando, ¿pero no vamos a presentarnos
entre todos? Varias voces, sobre todo femeninas, se unieron a su petición: Ay,
sí, vamos a presentarnos. El guía trató de disimular su enfado: Bueno, sí… El
nombre, nada más.
Rosa María afinó la garganta para decir su
nombre, dijo que era contadora y que era la primera vez que hacía un paseo en
grupo:
— Es que siempre vengo a Tepoztlán para mi
cumpleaños y esta vez iba a acompañarme mi prima pero ya no pudo porque la
operaron de la vesícula y entonces ella me recomendó esta visita guiada y pues yo
estoy muy contenta de poder conocerlos y como mañana cumplo 37 años…
— Gracias, ¿quién sigue? –la interrumpió el
guía– nada más el nombre, por favor…
Algunos
minutos después los doce turistas se acomodaron la mochila, desenfundaron la
cámara fotográfica e iniciaron el ascenso al Tepozteco.
No pasó demasiado tiempo para que Fernando y
dos o tres personas más, se colocaran a la cabeza separándose algunos metros
del grupo. De vez en vez se detenían para esperar a los otros y era justo
cuando Rosa María hacía un esfuerzo para unirse a ellos, cosa que lograba sólo
por breves momentos.
— ¿Y ya llevas… muchos años… trabajando… como
guía?
— No muchos. Le respondió mirándola de reojo.
— ¿Cómo cuántos?
— Tres o cuatro, no sé.
— Debe ser muy bonito… ¿no? Has de conocer…
un montón… de gente… ¿no? Y muchos… lugares… ¿ver…dad?
— Respira. Detente un momento y respira.
— Estoy bien… nomás… que…
No le dio tiempo de terminar la frase, le dijo
nuevamente que respirara profundo, se apretó la gorra y dio los pasos más
largos para alejarse de ella. Sin embargo, por momentos Rosa María lograba
alcanzarlo, algunas ocasiones insistía con sus preguntas o comentarios, otras
tantas sólo esbozaba una sonrisa mientras se limpiaba el sudor o estiraba las
piernas ya temblorosas.
Después de un buen rato, cuando todo el grupo
había llegado a la cima del cerro, Fernando dio algunas explicaciones sobre la
pirámide que ahí se encuentra. Les señaló algunos puntos de Tepoztlán que
podían verse desde esa altura y les dijo que tenían 45 minutos para descansar,
tomar fotografías y comer algo. Pueden andar por donde quieran, cuando escuchen
el silbato nos reunimos otra vez aquí.
Se hizo la desbandada. Él se fue a la sombra
de un árbol, lo más alejado posible de las camisetas rojas. Le dio un largo
trago a su botella de agua, encendió un cigarro y sacó un pequeño cuaderno. Vio
lo que había escrito en la última página, el gesto se le endureció y empezó a
escribir con prisa, apretando las letras. El sudor que no había aparecido
durante la caminata, sobrevino escurriéndole de la frente a las páginas del
cuaderno:
… que
estás confundida, que no sabes para dónde darle me lo dijiste desde antes de
que tomaras ese avión. Pero bueno, el estúpido soy yo, llevas años con la misma
cantaleta, ya sólo falta que…
— ¿Quieres una torta? Es de aguacate con
queso cotija…
Cerró el cuaderno con furia diciendo un “No,
gracias.”
— También tengo de salchicha, las hice yo.
— No tengo hambre... gracias.
— Ha de ser porque estás acostumbrado a
caminar mucho, ¿verdad? Caminas bien rápido, claro, has de subir y bajar el
cerro todos los días… ¿No quieres ni una manzana?, ¿o un durazno?
Echó su gorra a un lado con un gesto de
fastidio, pasó la mano por la frente limpiándose el sudor, dio una última
fumada al cigarro y luego lo apagó reconociendo que no había remedio.
— Está bien, una manzana.
— ¿Estuviste en España? Le dijo alcanzándole
la fruta.
Como el otro puso cara de sorpresa, Rosa
María señaló el encendedor que él había dejado sobre la cajetilla de cigarros.
— Es que mi jefa fue a España y trajo varios
de esos, se los regaló a los muchachos de la oficina. A las mujeres nos trajo
unos llaveritos… mira.
Se sentó en el suelo delante de él y le
mostró un llavero que decía “Madrid” con letras de colores que lastimaron sus
pupilas.
— Y hace un año me regaló este otro, el de la
torre… ¡Como la que tiene tu gorra!... Viaja un montón con su esposo. Yo estoy
haciendo mis ahorros para ir también… Bueno, sin esposo, porque soy soltera,
pero quiero ir en uno de esos tours que te incluyen todo y que vas con mucha
gente… Tú ya has de conocer todos esos lugares, ¿verdad?...
Él hizo un gesto como diciendo “algo”.
— ¿Y qué estabas escribiendo?
Tomó el cuaderno y lo metió rápidamente a su
mochila respondiendo un “Nada.”
— ¿Es tu diario? Cuando yo iba en la
secundaria también tenía un diario. No escribía mucho pero le ponía un montón
de cosas: las fotos de mis amigas, flores y hojitas de los lugares a donde iba…
— ¡No!, no es un diario. Se levantó de unn
salto e hizo sonar el silbato varias veces.
— ¿Una carta entonces?... ¿Y a quién se la
vas a enviar?
Es hora de irnos, le dijo mirándola apenas.
Ella le extendió una mano y él tardó unos segundos en entender el gesto. Le
ayudó a levantarse y se fueron a buscar a los demás.
Una vez que todo el grupo logró descender del
cerro, Fernando les anunció que tenían todavía una hora por si querían comprar
algo en las tiendas, antes de que llegara el autobús a recogerlos. El grupo
nuevamente se dispersó y él buscó una mesa en un café. Puso su cuaderno y pluma
sobre la mesa, pero no los usó. Desde ahí, sorbiendo de la taza y jalando el
humo del cigarro, se dedicó a mirar el ir y venir de la gente por las calles de
Tepoztlán. El sol hacía brillar las caras sonrientes de las personas igual que
a los aretes, llaveros, rebozos y piedras de colores que pendían en los puestos
sobre las banquetas. Entre ellos advirtió a Rosa María que avanzaba hacia él,
decidida.
— ¿Cuál te gusta?, le preguntó extendiendo
sobre su mesa un manojo de postales. Voy a mandarle una a mi jefa y otra a mi
prima. ¿A ti cuál te gusta?
Él las tomó y las fue
mirando una a una: el Tepozteco con el cielo del atardecer, Tepoztlán desde una
vista aérea, el convento con sus olivos…
— Ya nadie envía postales. Le respondió dejándolas
nuevamente sobre la mesa.
Ella se quedó observando unos instantes las
tarjetas.
— Tampoco nadie envía cartas. Le respondió mirándolo fijamente.
No pudo evitar una sonrisa. Apagó su cigarro
contra el cenicero y eligió la postal del convento. Rápidamente ella tomó la
pluma de él y escribió su número telefónico al reverso de la postal.
— Por si un día te animas a organizar un tour
a España, me avisas, ¿no? O a Cuernavaca… Voy rapidito a comprar unos llaveros
para los de la oficina, antes de que suenes tu silbato.
Fernando miró la postal entre sus manos. Más
que el convento, fueron los olivos casi petrificados lo que atrapó su atención.
Hacía un buen rato que pasaba frente a ellos sin realmente mirarlos. Giró la
postal y vio los números trazados con prisa, seguidos del garabato de algo que
parecía una flor. Nuevamente sonrió.
Pagó el café, se ajustó la gorra y salió a la
calle. El mesero se echó al bolsillo la propina y tiró a la basura la postal
que había junto a ella.
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