Esta galería de autores contemporáneos se creo en 2004

lunes, julio 08, 2013

Nadie envía postales


Diana Violeta Solares

Con muchos esfuerzos logró enfundarse la camiseta roja sobre la amarilla que ya traía puesta, tuvo que estirar la tela para poder entrar. Colocó sobre su pecho izquierdo un gafete con su nombre en letras fosforescentes: “Rosy”. Me llamo Rosa María pero me gusta que me digan Rosy, les dijo a las personas que la rodeaban, también enfundadas en camisetas rojas, pero lo dijo tan alto y de manera tan enfática que más bien el mensaje parecía dirigido al guía del grupo, quien estaba concentrado pasando lista a los asistentes.
— Señora, ¿cuál es su nombre?  
Ella irguió el pecho para mostrarle el gafete con una sonrisa.
— Estoy revisando la lista, señora, su nombre completo, por favor.
— Rosa María Vigueras Carrillo… Y soy soltera.
Él le lanzó una mirada rápida y de inmediato hizo un gesto como de tachar algo en la hoja.
— Señorita Vigueras, ya está…
Contó a los miembros del grupo señalando a cada uno con la pluma, hizo una anotación final, revisó el reloj, se acomodó la gorra y anunció al grupo de turistas: Bueno, las reglas son las siguientes: vamos a subir al Tepozteco a un paso moderado, ni demasiado lento ni muy rápido, no se separen del grupo,  identifíquense por la playera roja, tomen agua frecuentemente, estén atentos a cuando yo haga sonar el silbato. Si necesitan algo me lo dicen, me llamo Fernando.
Rosa María se levantó sobre las puntas de sus tenis y arriesgó la primera pregunta: Esteee… Fernando, ¿pero no vamos a presentarnos entre todos? Varias voces, sobre todo femeninas, se unieron a su petición: Ay, sí, vamos a presentarnos. El guía trató de disimular su enfado: Bueno, sí… El nombre, nada más.
Rosa María afinó la garganta para decir su nombre, dijo que era contadora y que era la primera vez que hacía un paseo en grupo:
— Es que siempre vengo a Tepoztlán para mi cumpleaños y esta vez iba a acompañarme mi prima pero ya no pudo porque la operaron de la vesícula y entonces ella me recomendó esta visita guiada y pues yo estoy muy contenta de poder conocerlos y como mañana cumplo 37 años…
— Gracias, ¿quién sigue? –la interrumpió el guía– nada más el nombre, por favor…
 Algunos minutos después los doce turistas se acomodaron la mochila, desenfundaron la cámara fotográfica e iniciaron el ascenso al Tepozteco.
No pasó demasiado tiempo para que Fernando y dos o tres personas más, se colocaran a la cabeza separándose algunos metros del grupo. De vez en vez se detenían para esperar a los otros y era justo cuando Rosa María hacía un esfuerzo para unirse a ellos, cosa que lograba sólo por breves momentos.
— ¿Y ya llevas… muchos años… trabajando… como guía?
— No muchos. Le respondió mirándola de reojo.
— ¿Cómo cuántos?
— Tres o cuatro, no sé.
— Debe ser muy bonito… ¿no? Has de conocer… un montón… de gente… ¿no? Y muchos… lugares… ¿ver…dad?
— Respira. Detente un momento y respira.
— Estoy bien… nomás… que…
No le dio tiempo de terminar la frase, le dijo nuevamente que respirara profundo, se apretó la gorra y dio los pasos más largos para alejarse de ella. Sin embargo, por momentos Rosa María lograba alcanzarlo, algunas ocasiones insistía con sus preguntas o comentarios, otras tantas sólo esbozaba una sonrisa mientras se limpiaba el sudor o estiraba las piernas ya temblorosas.
Después de un buen rato, cuando todo el grupo había llegado a la cima del cerro, Fernando dio algunas explicaciones sobre la pirámide que ahí se encuentra. Les señaló algunos puntos de Tepoztlán que podían verse desde esa altura y les dijo que tenían 45 minutos para descansar, tomar fotografías y comer algo. Pueden andar por donde quieran, cuando escuchen el silbato nos reunimos otra vez aquí.
Se hizo la desbandada. Él se fue a la sombra de un árbol, lo más alejado posible de las camisetas rojas. Le dio un largo trago a su botella de agua, encendió un cigarro y sacó un pequeño cuaderno. Vio lo que había escrito en la última página, el gesto se le endureció y empezó a escribir con prisa, apretando las letras. El sudor que no había aparecido durante la caminata, sobrevino escurriéndole de la frente a las páginas del cuaderno:
… que estás confundida, que no sabes para dónde darle me lo dijiste desde antes de que tomaras ese avión. Pero bueno, el estúpido soy yo, llevas años con la misma cantaleta, ya sólo falta que…
— ¿Quieres una torta? Es de aguacate con queso cotija…
Cerró el cuaderno con furia diciendo un “No, gracias.”
— También tengo de salchicha, las hice yo.
— No tengo hambre... gracias.
— Ha de ser porque estás acostumbrado a caminar mucho, ¿verdad? Caminas bien rápido, claro, has de subir y bajar el cerro todos los días… ¿No quieres ni una manzana?, ¿o un durazno?
Echó su gorra a un lado con un gesto de fastidio, pasó la mano por la frente limpiándose el sudor, dio una última fumada al cigarro y luego lo apagó reconociendo que no había remedio.
— Está bien, una manzana.
— ¿Estuviste en España? Le dijo alcanzándole la fruta.
Como el otro puso cara de sorpresa, Rosa María señaló el encendedor que él había dejado sobre la cajetilla de cigarros.
— Es que mi jefa fue a España y trajo varios de esos, se los regaló a los muchachos de la oficina. A las mujeres nos trajo unos llaveritos… mira.
Se sentó en el suelo delante de él y le mostró un llavero que decía “Madrid” con letras de colores que lastimaron sus pupilas.
— Y hace un año me regaló este otro, el de la torre… ¡Como la que tiene tu gorra!...  Viaja un montón con su esposo. Yo estoy haciendo mis ahorros para ir también… Bueno, sin esposo, porque soy soltera, pero quiero ir en uno de esos tours que te incluyen todo y que vas con mucha gente… Tú ya has de conocer todos esos lugares, ¿verdad?...
Él hizo un gesto como diciendo “algo”.
— ¿Y qué estabas escribiendo?
Tomó el cuaderno y lo metió rápidamente a su mochila respondiendo un “Nada.
— ¿Es tu diario? Cuando yo iba en la secundaria también tenía un diario. No escribía mucho pero le ponía un montón de cosas: las fotos de mis amigas, flores y hojitas de los lugares a donde iba…
— ¡No!, no es un diario. Se levantó de unn salto e hizo sonar el silbato varias veces.
— ¿Una carta entonces?... ¿Y a quién se la vas a enviar?
Es hora de irnos, le dijo mirándola apenas. Ella le extendió una mano y él tardó unos segundos en entender el gesto. Le ayudó a levantarse y se fueron a buscar a los demás.
Una vez que todo el grupo logró descender del cerro, Fernando les anunció que tenían todavía una hora por si querían comprar algo en las tiendas, antes de que llegara el autobús a recogerlos. El grupo nuevamente se dispersó y él buscó una mesa en un café. Puso su cuaderno y pluma sobre la mesa, pero no los usó. Desde ahí, sorbiendo de la taza y jalando el humo del cigarro, se dedicó a mirar el ir y venir de la gente por las calles de Tepoztlán. El sol hacía brillar las caras sonrientes de las personas igual que a los aretes, llaveros, rebozos y piedras de colores que pendían en los puestos sobre las banquetas. Entre ellos advirtió a Rosa María que avanzaba hacia él, decidida.
— ¿Cuál te gusta?, le preguntó extendiendo sobre su mesa un manojo de postales. Voy a mandarle una a mi jefa y otra a mi prima. ¿A ti cuál te gusta?
Él las tomó y las fue mirando una a una: el Tepozteco con el cielo del atardecer, Tepoztlán desde una vista aérea, el convento con sus olivos…
— Ya nadie envía postales. Le respondió dejándolas nuevamente sobre la mesa.
Ella se quedó observando unos instantes las tarjetas.
— Tampoco nadie envía cartas. Le respondió mirándolo fijamente.
No pudo evitar una sonrisa. Apagó su cigarro contra el cenicero y eligió la postal del convento. Rápidamente ella tomó la pluma de él y escribió su número telefónico al reverso de la postal.
— Por si un día te animas a organizar un tour a España, me avisas, ¿no? O a Cuernavaca… Voy rapidito a comprar unos llaveros para los de la oficina, antes de que suenes tu silbato.
Fernando miró la postal entre sus manos. Más que el convento, fueron los olivos casi petrificados lo que atrapó su atención. Hacía un buen rato que pasaba frente a ellos sin realmente mirarlos. Giró la postal y vio los números trazados con prisa, seguidos del garabato de algo que parecía una flor. Nuevamente sonrió.
Pagó el café, se ajustó la gorra y salió a la calle. El mesero se echó al bolsillo la propina y tiró a la basura la postal que había junto a ella. 

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