Esta galería de autores contemporáneos se creo en 2004

lunes, enero 05, 2004

:::: Insomnio


Naturaleza vigilante
Fotógrafo: Amélie Olaiz


Rubén Pesquera
La casa duerme. Los niños también, ilusionados por el día siguiente que, de acuerdo con la tradición, traerá el opíparo banquete de Navidad, el intercambio de regalos y horas y horas de danzas, juegos y golosinas.
Bien poco saben ellos de tantos hogares cuyos festines serán cancelados, sin nada que celebrar. Ni saben de la angustia de sus padres queridos a lo largo de los minuciosos preparativos, angustia que hoy, mientras ellos sueñan, se acurruca entre mullidos edredones y apretura palpebral. En la chimenea las brasas permanecen encendidas --así lo marca la ley--, vigilantes, prudentes, por si nuestro señor de traje rojo y barbas blancas eligiese visitar esta familia.

El padre no podrá abandonarse al descanso, pero percibe que su compañera se ha drogado para lograr amanecer otro veinticuatro de diciembre. Y mortificado la perdona. Él mismo ha bebido, tembloroso, seis o siete tragos. Se aferra a la almohada como quisiera tener aferrados a sus hijos --como quisiera tener aferrada su propia niñez, sus caros recuerdos.
El hombre piensa en Karina, tan tierna y pizpireta, de mirar límpido e innata nobleza. Cuántas fantasías se ha llevado a la cama, cansada de pedirle a la madre, una última vez, el repertorio completo de los Cuentos de las Navidades Felices. Cómo mira el arbolito antes de retirarse, atiborrado de todas esas luces, festones y esferas, y cómo respira tranquila y despreocupada, con la inocencia y confianza propias de su edad y de una salud perfecta. Igual sucede con Dieguillo, primoroso chiquitín que ha pasado las pruebas generales con óptimas calificaciones. El mismo examen físico que él y sus hermanos tuvieron que aprobar hace casi treinta años. Y luego las repentinas desapariciones de compañeritos y vecinitos, y las lógicas explicaciones; vacaciones en fabulosos palacios, maravillosos viajes alrededor del mundo, premios increíbles, becas multimillonarias. Acaso hoy evoca los hermosos j uguetes en sus glamorosas envolturas, o los villancicos, o las mil y una razones para la resignación, para entregarse al destino. Abre, de súbito, los ojos, teme que aparezcan desde el pasado Rosario y Martín --vuelve a cerrarlos.
Hogar, dulce hogar. Mireya cumplió en abril doce años. De ella únicamente le preocupa que quede grávida muy joven, ¡que viva!, que se demore uno o dos lustros en parir criaturas en aras del Servicio, que la fortuna le sonría en los sorteos. Además le perturba la inminencia de tener, demasiado pronto, la obligación de explicarle el verdadero espíritu de Nochebuena --mil veces ha anticipado, abatido por la tristeza, el momento.
¿Cómo pueden romperse de tajo las fantasías pueriles sin que se rompa el corazón? Él, también, hace no muchos ayeres, creía...

Durante el año se escuchan rumores, se cuchichean esperanzas, se tejen alegrías. Se dice que hay quienes han tomado a sus críos y escapado a lugares remotos. ¿A dónde? Se habla de talismanes y amuletos, de fórmulas matemáticas y de supuestas cantidades exorbitantes de dinero que compran y garantizan inmunidad. Sábese de aquellos que nunca fueron tocados por la desgracia, ¡él no sabe de ninguno! Se dice que hay disidentes, rebeldes, hombres libres armados y dispuestos a todo. Pero conforme se acerca el invierno, no hay más certeza que la de quienes prefirieron acuchillarse con sus seres queridos o arrojarse de algún acantilado, abrazados de niñas y niños, espantados ante otra vigilia de mortal incertidumbre.
Afuera, la cellisca acalla el ulular de las aves de mal agüero, y el tiritar de los huesos del pobre hombre disimula el ruidoso reptar de los basiliscos. A ratos llega el silencio, y entonces oye el pezuñerío de los renos en el tejado, cascabeles y estentóreas carcajadas. Es su imaginación, e imagina esa cruel boca junto a los oídos de los pequeños, musitándoles que ya es hora, que hay que partir para siempre jamás --y los olfatea con delectación--. Es su conciencia que grita que las cosas podrían ser de otro modo, pero el grito se apaga entre sollozos y en cada lágrima cuajan añoranzas de aquella infancia dorada, dulquérrima, dichosa: cuando creía, cuando Santa, Santa Claus, sólo era un mito.
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:::: Natalia


Rumor
Fotógrafo: Arturo Mendoza


Agustín Cadena (México)
Para Guadalupe
Natalia se detuvo ante la puerta del billar y esperó a que un muchacho pasara cerca.
-Oye -le dijo-, ¿No te quieres meter a ver si está mi hermano? Es uno de playera roja, muy moreno, chaparro. Dile que le hablo, ¿no?
El muchacho entró y, después de un momento, salió con el hermano de Natalia, que llevaba el taco en la mano.
-¿Qué pasó, no ha venido? -le preguntó ella ansiosamente.
Su hermano hizo un gesto con los labios y moviendo la cabeza.
-Quién sabe si venga -y volvió a meterse.
Natalia se recargó en la pared y levantó los ojos, como pidiendo ayuda a las ventanas altas de la casa de en frente. El sol la lastimó y ella no tuvo fuerzas para sostenerse en lo alto; su mirada cayó hasta el suelo como una moneda sin música.

"No llega", pensó después de casi tres horas de estar ahí. El sol de otoño, sin calentarla, le picaba en los brazos desnudos. Descansó una mano sobre el vientre de cinco meses de preñez. Si no fuera por eso, apostada ahí como estaba, parecería una puta. "Rafael..." Las horas seguían transcurriendo y él no llegaba. Natalia tenía mucha hambre y le dolía la cintura. Era adolescente, fea como su hermano. Hasta ahí oía las voces de los hombres en el billar, confusas; el rumor de la televisión que tenían para ver el futbol, el chocar incesante de las bolas.
Su hermano salió a asomarse y le dijo:

-Ya vete pa la casa. Rafael no va a venir. Ya no viene.
Pero Natalia siguió ahí, esperando, esperando. Sólo al crepúsculo decidió irse. Mañana volvería. Quiso hablarle a su hermano y dejarle algún recado para Rafael, pero no pasaba nadie y no quiso esperar más.

Adentro todos los hombres, incluso Rafael, despreciaban a su hermano.
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:::: El premio


Puerto Vallarta
Fotógrafo: Arturo Mendoza Valdés


Carlos de Bella

Hacía años que escribía en el mismo bar.
Casi religiosamente llegaba por las tardes con su block y sus lápices.
Ocupaba la misma mesa junto a la ventana porque nadie que llegara antes hubiera osado hacerlo. Por otro lado, eran escasos los parroquianos del bar tradicional en estas épocas de neones y diseños futuristas.
El dueño, gallego, de aquellos que después de cuarenta años continuaba manteniendo el acento, decía que luego de su muerte cerraría el bar pero que su fantasma se ocuparía de bajar por ultima vez la cortina.
Lo único que se modificaba en el local era el personal, mejor dicho el único mozo que atendía todo. Estos eran jóvenes que cuando ubicaban otro lugar mas frecuentado emigraban, aquí las propinas eran escasas.
El escritor se llamaba Juan.
Entraba, daba la mano al gallego, comentaba el tiempo y ocupaba su lugar.
El mozo de turno se acerca.
- Buenas tardes Don Juan, ¿qué le sirvo?.
- Lo de siempre Emilio, lo de siempre.
Este ultimo mozo se llamaba Emilio.
Sentarse a esa mesa tenia sus ventajas, era la que recibía mejor luz, en verano entraba por la ventana abierta una brisa, en invierno por mas de una hora recibía un poco de tibio sol. Además estaba el árbol, allí en la vereda. Añoso casi como él, quizás un poco vencido, ¡bueno, tantos años!. El escritor lo sentía como su alter ego vegetal. El árbol daba aun escasas flores; el escritor producía aun algunos buenos relatos. Ahora hace tiempo, ¿meses?, estaba escribiendo una novela. Todavía no tenia titulo, pero versaba sobre anfibios.
Era un obsesivo de las formas, rehacía una y otra vez la frase, siempre había escrito así. Ora quitaba un adjetivo ora lo volvía a colocar, quizás reemplazaba por otro mas afortunado.
- ¿Lo de siempre Don Juan?
- Sí Emilio, lo de siempre.
Con las puntuaciones ocurría lo mismo, las comas iban y venían y en esa mazurca claro, arrastraban las palabras y cambiaban los sentidos. Así todo recomenzaba.
Ni decir que ocurría con los puntos, las comillas y guiones, las benditas punto y coma, ¡siempre tan dubitativas!, Que sí, que no, ¡Ay!.
El gallego prendía las luces solo cuando era necesario, o sea cuando la naturaleza dejaba de hacerlo. El escritor siempre tuvo buena vista, jamás necesito de anteojos.
Emilio si usaba, pequeños de montura de metal, le daban un aire lejanamente intelectual. Esa tarde que los clientes eran escasos, tal vez de aburrido, estaba parado a prudencial distancia de la única mesa ocupada y miraba como se producía la magia negro sobre blanco. Respetuosamente, muy respetuosamente.

Los vaivenes del proceso creativo producían sus cadáveres, sus detritos, sus marginaciones.
Como jamás tachaba (no se hubiera permitido esa desprolijidad), ni usaba goma para excluir una palabra, hubo veces que la hoja del pequeño block era doblada prolijamente en cuatro y una nueva cuartilla retomaba la idea, pero purificada. La excomulgada era aprisionada por el cenicero que se usaba para este fin.
Había otras exclusiones invisibles, aquel vocablo impropio, la interjección que no cuajaba, la frase entera que no formaba parte del conjunto destacándose obscenamente como si estuviera desnuda, ideas que no llegaban a escribirse pero eran desechadas, así se iban amontonando al costado de la mesa, pendían como glicinas colgadas de sus patas, quizás resbalaban por el borde la ventana y alguna, ¡infeliz!, era barrida por una ráfaga y se enredaba en la vereda con las hojas del otoño.
- ¡Hasta mañana Don Juan!.

Ese mes de agosto trajo los fríos de la desesperanza, junto con ellos llego una bronquitis y con ésta un involuntario retiro creativo.
¡Que pena!. Ya estaba terminando la novela. Ya estaba seguro del titulo.
Esa noche hubo un fuerte temporal, tanto que algunos árboles perecieron y cayeron desgajados. Eran signos.

Días después, una mañana fría pero de sol tímido se animo a salir hasta el bar.
Se sentó como siempre a su mesa. Puso sobre ella su block, sus lápices y esbozo una sonrisa tierna.
A su espalda oyó la voz conocida.
- ¡Hombre!, Me alegro de verle. ¿Qué le sirvo? ¿Lo de siempre?
Giro la cabeza y vio el gallego que salía de los baños secándose las manos.
- Sí, lo de siempre.
La taza de café se acercaba, humeaba como deben de hacerlo las puertas del infierno. El gallego la deposita sobre la mesa con delicadeza, como si fuera un cáliz.
- ¿Por qué esta Usted. sirviendo? ¿Y Emilio?.
- Ya no trabaja aquí. Que ha ganado un premio de literatura y se ha ido a España. Le he dicho que vaya a visitar mi pueblo. ¿Sabia Usted. que era escritor?
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:::: Luminarias


Puesta de luna
Fotógrafo: Amélie Olaiz


José Luis Vasconcelos


Mi hermana y yo despertamos mucho antes de que amanezca y empezamos nuestro trabajo, bajar cada una de las estrellas que alumbran nuestras noches.
Es una labor pesada pero nos pagan bien. Y así nos vamos caminando de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, de país en país y de continente en continente. Tenemos que apurarnos para que no nos agarre el día en plena acción.
Para facilitarnos las cosas, amarramos cada lucero con un hilo invisible que vamos jalando y lo enrollamos en su carrete. Cuando ya la tenemos en la mano la depositamos rápidamente porque si se toca unos segundos de más el brillo se le cae.
Cada una de ellas tiene su propia funda, unas son más grandes y otras más pequeñas, pero la mayoría son de cinco puntas.
Los estuches los lanzamos a los mares por los que vamos pasando. No tenemos que memorizar esos sitios, porque las gaviotas, antes de que anochezca, con sus graznidos despiertan a las luminarias y éstas empiezan a desperezarse, hasta que se incorporan tan rápido que parecen flechas de luz que se van a clavar en esos hoyos negros que tienen como asientos.
A veces, con la prisas, se nos olvida lanzar todos los astros a las aguas. Eso es lo más triste del trabajo, por eso algunos días cientos de bañistas encuentran estrellas de mar varadas entre la espuma de las playas, pero lo bueno es que cada vez que alguien pide un deseo nace una nueva, por eso a veces el trabajo se nos acumula.
Mi hermana y yo tenemos mucho tiempo trabajando en esto. El patrón dice que muy pronto nos dará un buen ascenso y nos juró que algún día formaremos una nueva constelación que le dará más brillo a la noche.
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:::: Mañana sin cortinas

Virgina Hernández Reta

Aun debajo de la ducha, Blanca solía percibir el ruido incesante del televisor. Cada noche salía del baño con la toalla en la cabeza y una bata larga enredada en el cuerpo; cruzaba el pasillo y se dirigía sin pausa hasta la recámara. No volvía la cara para mirar a su marido. Se lo imaginaba perfectamente. Mario enfrente de la pantalla con el gesto muerto: sus ojos únicamente vivos por el reflejo artificial de una luz electrónica. Tampoco él la habría visto pasar, la mirada pegada al televisor. Ya en el cuarto, Blanca se vestía con un camisón corto, apagaba la luz y giraba su rostro hacia la ventana. Con ojos abiertos y deshabitados, contemplaba el reflejo lejano de las estrellas que, como insectos diminutos, le carcomían las pupilas. Más tarde, escuchaba los pasos de Mario por la alfombra y ella escondía la cara, fingiendo dormir. Mario cerraba las cortinas y ella, en la completa oscuridad, abría los ojos, ahora libres de los parásitos celestes, ojos muertos otra vez.
La rutina nocturna. El televisor. La ducha. La ventana. Los pasos de Mario. Después de un tiempo Blanca dejó de simular que dormía. Mario cerraba las cortinas sin verla, aún estando a centímetros de ella, tan cerca que Blanca hubiera podido, de quererlo, alargar la mano y tocarlo. Pero no quería. Mario juntaba las cortinas con un tirón vigoroso. Las argollas de madera se dejaban llevar y la gruesa tela caía, dócil. La oscuridad los enterraba.
Así noche tras noche. Algunas llovía y Blanca podía mirar la luna desfigurándose en chorros húmedos que se escurrían por la ventana hasta que, una vez más, Mario los ocultaba con la cortina.

Esa noche llovía a cántaros. Los niños estaban en la cama desde hacía horas; Mario veía absorto las noticias. Blanca tomó la bata y se dirigió al baño. Súbitamente un apagón interrumpió su camino. Por un momento ella y Mario se paralizaron. Cuando su mirada se adaptó a la penumbra, Blanca pudo distinguir a su marido inmóvil frente al televisor. Después él se levantó del sillón con un suspiro de fastidio y pasó junto a ella, como una sombra. Lo vio adivinar la ruta hacia el cuarto, guiado por la luna en la ventana. Blanca encendió una vela y entró a la ducha.
El agua caliente resbalaba por su cuerpo con la misma cadencia que la lluvia en el cristal. Podía escuchar el sonido discreto y constante de la regadera, percibir el suave descenso del vapor. Y atrás de todo, el silencio. El baño cobró un aire íntimo bajo la luz de la vela. Blanca deslizó el jabón por su piel trigueña. Sintió cómo una espuma rala escurría de sus pezones. Se enjabonó de nuevo y cubrió con burbujas espesas su pecho, la cuenca de su ombligo y el pliegue de la ingle. Se acercó con cuidado al chorro y sintió cómo el agua le lamía el jabón. La desvestía. Un cosquilleo remoto despertó entre sus piernas. Blanca se quedó quieta; palpó sus caderas anchas, el vello del pubis goteando, el vientre ligeramente flácido, los senos un poco caídos y le pareció que su piel -que ya no lucía tersa- se tocaba, en cambio, viva. Blanca sintió sus manos hincharse, las yemas de los dedos casi palpitantes. Cerró de golpe el chorro de la regadera y salió húmeda a contemplarse en el espejo empañado. Borró el vaho en la superficie del espejo con su mano mojada y se descubrió oscura, desnuda. Las gotas resbalaban por su cuello y sus mejillas. Se imaginó sudorosa. Entre la niebla amarillenta, apareció su reflejo, lleno de sombras que acentuaban el volumen de los hombros, los pechos, las nalgas, extrañamente sensuales. Entonces se vio acariciando su vientre, irguiendo los pechos, entreabriendo la boca. Separó las piernas y su tacto resbaló con el agua de la ducha y de la otra humedad. Con la punta del índice tocó la carne rosada que sobresalía de entre sus labios vaginales: una contracción del vientre, una aguja atravesándola, una interrupción brusca del aliento. Libre, se adivinó en el espejo con las piernas abiertas, la lengua recorriendo voraz sus propios labios, la respiración agitada, los pezones erectos entre sus dedos hinchados. Sin embargo, el silencio la rodeaba. Entonces se obligó a gemir por lo bajo. Los jadeos forzados se volvieron, poco a poco, auténticos y audibles mientras restregaba las manos por su cintura hasta alcanzar el bajo vientre. Recorrió los bordes redondos de sus nalgas y el ligero exceso de sus carnes. Sus dedos apretaban, abrían, se afianzaban de altorrelieves y hendiduras. Se sintió pesada y plena; tangible y vasta. Adivinó la proximidad del espasmo final y necesitó imperiosamente tener más manos cuando por fin su cuerpo se arqueó hacia el frente, la ola de placer reventando. En la explosión, con los ojos entrecerrados, Blanca se imaginó como una sola mancha turbia y ensombrecida: el café abundante de su cabellera, el rosado lúbrico de su sexo, el rojo opaco de su lengua.
Salió del baño desnuda. Ya en el cuarto, sin correr las cortinas, se deslizó dentro del camisón y entró a la cama. Le pareció, de súbito, que la respiración de su marido no era la misma. Con el rabillo del ojo descubrió la silueta de Mario boca arriba, con el sexo turgente bajo las sábanas. Sólo un instante, porque después su marido le dio la espalda y fingió dormir.
Por la mañana Mario se despidió de ella como siempre, con prisas, sin mirarla, mandando un saludo flojo desde el umbral de la puerta. O así lo supuso Blanca. Tampoco ella había volteado la cabeza.
De noche, cuando Blanca se dirigía a la ducha, miró de reojo a Mario frente al televisor. Un ligero parpadear en los ojos de su marido le hizo pensar que la había visto. Era imposible saberlo: seguió abstraído en la pantalla. Blanca cerró la puerta tras de sí. Todavía con el agua caliente sobre la piel, dejó de escuchar el televisor. Cerró la regadera. El silencio resultaba una incitación. Se miró al espejo y ensayó un gemido. Le siguieron otros, mientras sus manos se regodeaban en su cuerpo exultante. Esta vez, con la luz brillando lasciva sobre la piel, el éxtasis fue todavía más intenso. Los colores de su cuerpo abierto vibraron al ritmo de su vagina enardecida.
Salió del baño. La oscuridad le golpeó la cara. El televisor, mudo y apagado, parecía un bulto inútil en el fondo del salón. Blanca entró a la recámara. Mario no había corrido las cortinas y ella se detuvo al borde de la cama, ahora iluminada por la luna. Podía percibir la respiración agitada de su marido. La había escuchado gemir en el baño. Despierto, la esperaba sobre las sábanas. La mirada de él recorrió su cuerpo desnudo y perfilado por la luz de la ventana. Blanca siguió los ojos de Mario lamiendo la curva negra de sus senos, la silueta oscura de sus caderas, el haz de luz que se filtraba entre su entrepierna, como el resplandor que se cuela por una cerradura. Blanca se tendió sobre la cama y recibió la mano firme de Mario.
Le pareció un tacto nuevo. Avivó en ella el recuerdo lejano del deseo mutuo, casi borrado por años de indiferencia. Las manos de Mario tenían ahora un peso insólito sobre su piel. Blanca podía reconocer el olor agrio de su vagina, vaciándose insolente entre las sábanas. Celebró con vértigo la lengua sobre su lengua. Cerró los ojos y bebió la saliva excitante, de tan ajena. Se reconciliaba con la vida. El cuerpo de Mario sobre el suyo la llenó de una náusea placentera. Lo sintió derramando el aliento detrás de su nuca, buscando con hálito caliente sus axilas, enterrando los dedos gruesos en su sexo babeante. Una necesidad de rasgarse toda la invadió. Mario se hundió en ella y se vació con un estertor profundo. Blanca lo sostuvo largo rato entre sus piernas.
La luz del sol entró violenta por la ventana. Blanca abrió los ojos. Contempló el cuerpo de Mario curvado como un paréntesis sobre las sábanas. El suyo le pareció una coma en un texto mal escrito. El espacio entre los dos permanecía en blanco, la cama intacta. Miró el rostro de su marido. La asaltó la desazón posterior de cuando se duerme con un extraño. Le vio la frente desproporcionada por las grandes entradas, la piel traslúcida sobre la almohada, los brazos flácidos sobre el costado. Mario abrió los ojos y encontró una mirada desencantada. Blanca observó cómo la incipiente sonrisa de su marido se diluía en una mueca entre los pliegues de la sábana. Sin embargo la miraba. Quizá él, por su parte, recorría sus arrugas, las manchas sobre sus pechos, el cabello largo, grueso y enmarañado. Por primera vez en mucho tiempo la veía. Se sintió avergonzada.
Esa noche Blanca tardó en salir del baño. Sentada sobre el escusado, hizo tiempo, con la esperanza de que Mario se hubiera dormido. Al entrar al cuarto no pudo verle la cara. La oscuridad era total. Mario había cerrado las cortinas.
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Sólo dormir
Fotográfo: Amélie Olaiz