Esta galería de autores contemporáneos se creo en 2004

lunes, enero 05, 2004

:::: Mañana sin cortinas

Virgina Hernández Reta

Aun debajo de la ducha, Blanca solía percibir el ruido incesante del televisor. Cada noche salía del baño con la toalla en la cabeza y una bata larga enredada en el cuerpo; cruzaba el pasillo y se dirigía sin pausa hasta la recámara. No volvía la cara para mirar a su marido. Se lo imaginaba perfectamente. Mario enfrente de la pantalla con el gesto muerto: sus ojos únicamente vivos por el reflejo artificial de una luz electrónica. Tampoco él la habría visto pasar, la mirada pegada al televisor. Ya en el cuarto, Blanca se vestía con un camisón corto, apagaba la luz y giraba su rostro hacia la ventana. Con ojos abiertos y deshabitados, contemplaba el reflejo lejano de las estrellas que, como insectos diminutos, le carcomían las pupilas. Más tarde, escuchaba los pasos de Mario por la alfombra y ella escondía la cara, fingiendo dormir. Mario cerraba las cortinas y ella, en la completa oscuridad, abría los ojos, ahora libres de los parásitos celestes, ojos muertos otra vez.
La rutina nocturna. El televisor. La ducha. La ventana. Los pasos de Mario. Después de un tiempo Blanca dejó de simular que dormía. Mario cerraba las cortinas sin verla, aún estando a centímetros de ella, tan cerca que Blanca hubiera podido, de quererlo, alargar la mano y tocarlo. Pero no quería. Mario juntaba las cortinas con un tirón vigoroso. Las argollas de madera se dejaban llevar y la gruesa tela caía, dócil. La oscuridad los enterraba.
Así noche tras noche. Algunas llovía y Blanca podía mirar la luna desfigurándose en chorros húmedos que se escurrían por la ventana hasta que, una vez más, Mario los ocultaba con la cortina.

Esa noche llovía a cántaros. Los niños estaban en la cama desde hacía horas; Mario veía absorto las noticias. Blanca tomó la bata y se dirigió al baño. Súbitamente un apagón interrumpió su camino. Por un momento ella y Mario se paralizaron. Cuando su mirada se adaptó a la penumbra, Blanca pudo distinguir a su marido inmóvil frente al televisor. Después él se levantó del sillón con un suspiro de fastidio y pasó junto a ella, como una sombra. Lo vio adivinar la ruta hacia el cuarto, guiado por la luna en la ventana. Blanca encendió una vela y entró a la ducha.
El agua caliente resbalaba por su cuerpo con la misma cadencia que la lluvia en el cristal. Podía escuchar el sonido discreto y constante de la regadera, percibir el suave descenso del vapor. Y atrás de todo, el silencio. El baño cobró un aire íntimo bajo la luz de la vela. Blanca deslizó el jabón por su piel trigueña. Sintió cómo una espuma rala escurría de sus pezones. Se enjabonó de nuevo y cubrió con burbujas espesas su pecho, la cuenca de su ombligo y el pliegue de la ingle. Se acercó con cuidado al chorro y sintió cómo el agua le lamía el jabón. La desvestía. Un cosquilleo remoto despertó entre sus piernas. Blanca se quedó quieta; palpó sus caderas anchas, el vello del pubis goteando, el vientre ligeramente flácido, los senos un poco caídos y le pareció que su piel -que ya no lucía tersa- se tocaba, en cambio, viva. Blanca sintió sus manos hincharse, las yemas de los dedos casi palpitantes. Cerró de golpe el chorro de la regadera y salió húmeda a contemplarse en el espejo empañado. Borró el vaho en la superficie del espejo con su mano mojada y se descubrió oscura, desnuda. Las gotas resbalaban por su cuello y sus mejillas. Se imaginó sudorosa. Entre la niebla amarillenta, apareció su reflejo, lleno de sombras que acentuaban el volumen de los hombros, los pechos, las nalgas, extrañamente sensuales. Entonces se vio acariciando su vientre, irguiendo los pechos, entreabriendo la boca. Separó las piernas y su tacto resbaló con el agua de la ducha y de la otra humedad. Con la punta del índice tocó la carne rosada que sobresalía de entre sus labios vaginales: una contracción del vientre, una aguja atravesándola, una interrupción brusca del aliento. Libre, se adivinó en el espejo con las piernas abiertas, la lengua recorriendo voraz sus propios labios, la respiración agitada, los pezones erectos entre sus dedos hinchados. Sin embargo, el silencio la rodeaba. Entonces se obligó a gemir por lo bajo. Los jadeos forzados se volvieron, poco a poco, auténticos y audibles mientras restregaba las manos por su cintura hasta alcanzar el bajo vientre. Recorrió los bordes redondos de sus nalgas y el ligero exceso de sus carnes. Sus dedos apretaban, abrían, se afianzaban de altorrelieves y hendiduras. Se sintió pesada y plena; tangible y vasta. Adivinó la proximidad del espasmo final y necesitó imperiosamente tener más manos cuando por fin su cuerpo se arqueó hacia el frente, la ola de placer reventando. En la explosión, con los ojos entrecerrados, Blanca se imaginó como una sola mancha turbia y ensombrecida: el café abundante de su cabellera, el rosado lúbrico de su sexo, el rojo opaco de su lengua.
Salió del baño desnuda. Ya en el cuarto, sin correr las cortinas, se deslizó dentro del camisón y entró a la cama. Le pareció, de súbito, que la respiración de su marido no era la misma. Con el rabillo del ojo descubrió la silueta de Mario boca arriba, con el sexo turgente bajo las sábanas. Sólo un instante, porque después su marido le dio la espalda y fingió dormir.
Por la mañana Mario se despidió de ella como siempre, con prisas, sin mirarla, mandando un saludo flojo desde el umbral de la puerta. O así lo supuso Blanca. Tampoco ella había volteado la cabeza.
De noche, cuando Blanca se dirigía a la ducha, miró de reojo a Mario frente al televisor. Un ligero parpadear en los ojos de su marido le hizo pensar que la había visto. Era imposible saberlo: seguió abstraído en la pantalla. Blanca cerró la puerta tras de sí. Todavía con el agua caliente sobre la piel, dejó de escuchar el televisor. Cerró la regadera. El silencio resultaba una incitación. Se miró al espejo y ensayó un gemido. Le siguieron otros, mientras sus manos se regodeaban en su cuerpo exultante. Esta vez, con la luz brillando lasciva sobre la piel, el éxtasis fue todavía más intenso. Los colores de su cuerpo abierto vibraron al ritmo de su vagina enardecida.
Salió del baño. La oscuridad le golpeó la cara. El televisor, mudo y apagado, parecía un bulto inútil en el fondo del salón. Blanca entró a la recámara. Mario no había corrido las cortinas y ella se detuvo al borde de la cama, ahora iluminada por la luna. Podía percibir la respiración agitada de su marido. La había escuchado gemir en el baño. Despierto, la esperaba sobre las sábanas. La mirada de él recorrió su cuerpo desnudo y perfilado por la luz de la ventana. Blanca siguió los ojos de Mario lamiendo la curva negra de sus senos, la silueta oscura de sus caderas, el haz de luz que se filtraba entre su entrepierna, como el resplandor que se cuela por una cerradura. Blanca se tendió sobre la cama y recibió la mano firme de Mario.
Le pareció un tacto nuevo. Avivó en ella el recuerdo lejano del deseo mutuo, casi borrado por años de indiferencia. Las manos de Mario tenían ahora un peso insólito sobre su piel. Blanca podía reconocer el olor agrio de su vagina, vaciándose insolente entre las sábanas. Celebró con vértigo la lengua sobre su lengua. Cerró los ojos y bebió la saliva excitante, de tan ajena. Se reconciliaba con la vida. El cuerpo de Mario sobre el suyo la llenó de una náusea placentera. Lo sintió derramando el aliento detrás de su nuca, buscando con hálito caliente sus axilas, enterrando los dedos gruesos en su sexo babeante. Una necesidad de rasgarse toda la invadió. Mario se hundió en ella y se vació con un estertor profundo. Blanca lo sostuvo largo rato entre sus piernas.
La luz del sol entró violenta por la ventana. Blanca abrió los ojos. Contempló el cuerpo de Mario curvado como un paréntesis sobre las sábanas. El suyo le pareció una coma en un texto mal escrito. El espacio entre los dos permanecía en blanco, la cama intacta. Miró el rostro de su marido. La asaltó la desazón posterior de cuando se duerme con un extraño. Le vio la frente desproporcionada por las grandes entradas, la piel traslúcida sobre la almohada, los brazos flácidos sobre el costado. Mario abrió los ojos y encontró una mirada desencantada. Blanca observó cómo la incipiente sonrisa de su marido se diluía en una mueca entre los pliegues de la sábana. Sin embargo la miraba. Quizá él, por su parte, recorría sus arrugas, las manchas sobre sus pechos, el cabello largo, grueso y enmarañado. Por primera vez en mucho tiempo la veía. Se sintió avergonzada.
Esa noche Blanca tardó en salir del baño. Sentada sobre el escusado, hizo tiempo, con la esperanza de que Mario se hubiera dormido. Al entrar al cuarto no pudo verle la cara. La oscuridad era total. Mario había cerrado las cortinas.
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Sólo dormir
Fotográfo: Amélie Olaiz