Esta galería de autores contemporáneos se creo en 2004

martes, diciembre 28, 2010

:::: La cruz del camellón

Judith Castañeda Suarí.

Hoy inicia noviembre. Abue tentalea en la mesa antes de localizar el ramo naranja, obsequio de algún vecino. El bastón, un chal índigo con varias puntadas sueltas. Y sale. Empieza el viaje de la mano por las paredes; hay una nueva fisura en la vecindad, cerca de la ventana izquierda. Abue frunce el ceño, deberá memorizarla si no quiere equivocarse de lugar cuando regrese.
Porque sigue yendo. No importa que desde finales del año pasado sea de noche. Abue llega a la gran avenida la primera mañana de cada mes. Camina como si no caminara, detrás del trozo de madera sin barnizar, y a veces recuerda cuando el río de los ocho carriles era de agua y no de asfalto, semáforos y carrocerías. Pero sólo a veces, porque la mayor parte de su oscuridad la ocupa la sensación rasposa de los muros en sus dedos, el reconocer por una grieta más larga y recta que faltan dos calles y cuatro carriles para la cruz del camellón.
Señora, escucha. Desde atrás interrumpen el recuento de aceras. No hace caso de la voz hasta sentir la tela afelpada, un brazo tomando el suyo. Permítame. Y Abue repite la fórmula de mañanas anteriores: gracias, Dios lo bendiga. Calla el señorita, el timbre de flauta podría pertenecer a un hombre muy joven. Señora; es como pasar la mano sobre un muro recién levantado. En la vecindad le dicen abue. Son sus nombres recientes y ella no puede exigir que la llamen por el real, el más largo que recuerda haber visto en papeles llenos de letras pequeñas, junto al de su esposo muerto o a solas. No puede porque ni ella misma lo sabe con claridad. Los años, luego la nube al principio blanca que fue apagándole los ojos, revolvieron las letras añadiendo unas, cambiando otras.
El brazo la abandona al otro lado del camino, sin darle tiempo de agradecer su tibieza de arena, su atención al detenerse para ayudarle a cruzar. Se aleja porque el reloj, porque la escuela, porque una puerta y la primera clase. Abue lo compara con otros brazos que la han llevado hasta la cruz del camellón. Esperan, recogen sus bendiciones, la devuelven al punto de partida, alguno deja una par de monedas en su palma.
Entonces Abue sonríe. No por calcular el monto, sino porque las cree el pago de un espectáculo. Y debe serlo: ver a una anciana gris acomodar su hatillo de flores dentro de una lata oxidada, ante una cruz, como si se tratara de rosas o alcatraces, un mausoleo y un jarrón de porcelana, bien merece dos o tres monedas.
De pronto un claxon, el silbato del de tránsito. Los dedos de Abue interrumpen su exploración. Se aferran, la ayudan a no caer. Hay una malla donde no debería haberla. El aroma de los girasoles. Abue trata de recordar: a veces cercan las calles para repararlas, cubrir baches, pintar o retocar los cruces peatonales, echar una capa nueva de asfalto. Menea la cabeza; seguro el brazo del joven o señorita le ayudó a cruzar hasta el camellón y ella no se dio cuenta, concentrada en memorizar la nueva fisura de la vecindad.
Y se inclina, no como antes, como lo haría delante del sepulcro de un príncipe, de un santo. La mano que usa para reconocer y memorizar esquinas, fachadas y lotes baldíos, la ayuda a identificar la forma y el tamaño de lo que la hizo tropezar. Su índice toca algo puntiagudo, un trozo de hielo esbelto, con vértices y una pieza transversal más corta. ¿Una cruz? O una cerca. Una cruz, concluye su dedo al terminar el recorrido: zonas lisas y curvas, una plancha rectangular, el final de los brazos y la cercanía de algo cilíndrico.
La cruz de su esposo era de metal, recuerda, metálica y negra, con su nombre y dos fechas grabadas a pincel y pintura blanca sobre el fondo oscuro. Es la primera mañana que la ve desde que anocheció. La había olvidado porque se agacha a la distancia justa para alcanzar la lata y poner las flores, siempre imaginando otra cruz sin atreverse a comprobarlo, plateada, de madera con un brazo trunco, o de aire –la original trasplantada a otra esquina, a otro camellón, a la memoria de otro muerto.
Abue ofrece al mediodía una sonrisa sin dientes frontales ni muelas. Ahí está. La huella de su Antonio. Uno de los atropellados de la avenida de los ocho carriles. Y retoma la actitud ceremoniosa de mucama en hotel cinco estrellas: acomoda el hatillo naranja dentro del espacio cilíndrico, abre los tallos, separa pétalos. Alcanzan los minutos para aspirar las últimas gotas del perfume.
Las manos a la malla. Con el paso, ellas también, de una persona ciega, buscan algún agujero, una zona de óxido que dé a la malla nombre y apellido ante otras mallas. Abue ha tardado mucho, en la vecindad deben extrañarla. Pero primero fue la grieta a la izquierda de la ventana y ahora se trata del terreno rodeado cercano a la cruz; no puede memorizar tanto en una sola mañana, es demasiado largo.
Un hueco pequeño, alcanza a tocar varias hojas cubiertas de una vellosidad áspera. Al fin. Abue aferra el bastón y recupera sus ciento cincuenta centímetros de estatura. Aún sonríe, aún tiene el perfume del hatillo en la nariz. Se hirió la mano con el filo del alambre, pero encontró el apellido necesario para reconocer la malla: aunque las hojas se sequen la señalará el círculo casi perfecto a la izquierda de la cruz, a la altura de su pecho.
Y desanda. Se despide. Hasta diciembre. Atrás, lejos, los cláxones y el oficial que a silbatazos desvía el tránsito. Más cerca la cruz, las letras que forman un Anselmo en tonos metálicos sobre fondo blanco.

jueves, noviembre 25, 2010

lunes, noviembre 22, 2010

:::: El ángel

Marcial Fernández

Creíamos que había muerto, pero abrió los ojos. Su mirada fue de sorpresa y emanaba un sentimiento tan dulce que estremecía el alma. A los tres días la espalda se le cubrió de plumas negras, grises, cafés y, conforme pasaba el tiempo, blancas, espléndidas, largas. Una mañana, en vez de brazos, amaneció con un par de alas. Todo su cuerpo se transformaba: si bien antes era un joven callado, ahora parecía haber perdido el habla. También sus facciones se suavizaron. Dejó de ser hombre y no se podía decir que fuera mujer. Ganó en altura, en belleza. Cuando no tuvimos dudas sobre su nueva condición, lo vendimos a un circo. Nos dieron más dinero del que esperábamos.

miércoles, noviembre 10, 2010

:::: El chino chupiro (tragicomedia chafa)

Alfonso Pedraza (el Doc.)
—¡Chíspate chino que viene la chota! —cuchichea Chente.
El chino, chamaco chimuelo, machuca sus mechas con una cachucha chorreada como sus cachetes. Chamarra y huaraches que están pa´chillar. Es chupiro de banda que atraca por Chapultepec.
El Chente es chilango, un chef que chambea en la charcutería “El lechón choncho”. Chaleco chapeado de chaquira y choclos de charol. Es cuate del chino desde que lo cachó, de pura chiripa, chupando su chemo en una casucha de Chimalhuacán. No quiere que el chino se chingue el pulmón y le dice:
—Vuelve a la chinampa. Ponte a talachear. Allá en Xochimilco te esperan tu choza y los chongos de Chayo, esa chalupera que te afloja el chon, entre chuparrosas y cempasúchil en flor. Comerás chilaquiles, chayotes con chícharos, chichicuilotitos y cachos de amor.
Y el chino muy chispas —ya chole, mi chente. Mi abuelo muy chocho, teporocho el pá y sin lancha pa’ cachar la trucha. Mi madre chupada, sin leche en las chichis pa’ criar ocho chilpayates que chillan como cochinitos que van a achicharronear, lucha noche a noche matando las chinches que invaden su chal. Es mucho tu choro mi chente, déjame en la chorcha, pásame la bacha, déjame chemear.
El chino se marcha. Chente se queda chato, con dolor de choya y piensa —esta nochebuena ¿pa’ qué he de rezar?

viernes, noviembre 05, 2010

¿Víctima del consumismo o consumo de la víctima?

¿víctima del consumismo o consumo de la víctima?
Fotografía de Amélie Olaiz

:::: As seen on TV

Nadir Chacín

Si por mí fuera le dejo planita su pinche cabeza. Sí: golpear duro hasta ver sangre. A pesar de mí resulta que su cabeza ya es plana como la mesa de la TV… aplanar una mesa no tiene chiste. Pienso más. Arranco sus ojos con una pinza… corto su miembro a lo Lorena Bobbitt… finjo un orgasmo y al terminar aquello le suelto la neta con tono irónico: ¡pinche güey, ya ni puedes!
Nada me satisface. Una vez más: su prometido adiós. Yo en mi casa sin José. Puras mentiras. ¿Y mi TV de plasma?
No así. No. Estrategias poco efectivas. José hace rato que no mira ni piensa ni siente. Cómo hacerle daño a un ser tan ¿plástico?
Veo mi programa favorito, el tal Detective con F de Fierro, LLAME YA.
Ring.
—Averiguar el punto débil de José. Eso me urge, señor Fierro.
Fierro sigue día y noche a José, mientras yo le doy dinero y dinero. Camioneta negra tiene, claro, vidrios polarizados.
Martes, 8:30 am. Fierro toma las primeras fotos. 1. José con SU María viendo TV. Alerta: inútil cuarto conyugal. 2. Su estúpida María que lo despide en la puerta de su casa y se va a ver la telenovela. Alerta: mujer tonta en sala. 3. Su María haciendo la compra de lentes ojos de águila. Alerta: mujer ciega que verá… qué verá.
Mierda a la 1, mierda a las 2, mierda. Maldita sea.
José que sale el miércoles rumbo al canal de televisión. Entrevistas, fotos y preguntas de más entrevistados. Entran, salen.
¿Buena, mi pinche idea de las fotos? De la chingada, pero qué más da. Algún punto ha de tener el cabrón, algo que le duela, que lo mate… de dolor.
Noche del miércoles a su taller de periodismo, risas, de vuelta a su casa… sí, seguro ve Doctor House. El consentido de SU María. Ashh.
Jueves. Noche. Pinche José otra vez en TV como todos los jueves.
Entrevista a un psicoanalista famoso sobre la pasión. En vivo y en directo los comentarios de José oportunos, bien fundamentados. Mierda plástica. Su cabeza se ve más plana en mi todavía pantalla chica. ¿Y mi TV de plasma? Más mentiras.
Me lleva la chingada. La TV de plasma de SU casa, mañana me la da porque me la da. SU plasma es MI casa. No José, no María. Mío.
Yo pierdo, José pierde. Estamos “enamoraditos”. Ashhh.
Lo del video-orgasmo tal vez sí sirva. ¡Dios ssssí ah, ssssssssí no, no, ah!
Viernes. Mi casa, nosotros y el supuesto adiós definitivo. El prometido. Los adiós no tienen fecha.
(A veces sí.)
Esperar a José ensangrentada y casi muerta sobre mi cama. Suena fuerte, pero no podré ver su reacción. ¿Le dolerá verme muerta? Nada le duele, ¿o sí? Mejor el Acto, sí. Necesito más de Fierro. Que se luzca. Ring.
Otra vez 60$ el minuto.
Fierro instala cámaras en cada esquina de mi cuarto. Es un experto. ¡No son mamadas! Para mamadas sólo las mías. Luego dicen que son chafas los que se anuncian en los infomerciales: babosadas.
—Esperaré en la otra habitación. Todo saldrá bien. ¡Un video! Buena venganza por no apreciarla a usted, señorita.
—Claro, señor Fierro. Muy claro.
Arriba. José llega a mi casa. Mejor… José ARRIBA luego yo arriba. Dos de mis orgasmos fingidos para MI video. Una estocada a su maldita familia formal. Me CAGO en todas las familias. Su María me vale. Yo ni la conozco.
José se va. Mi casa ya está completa. Yo más. Sola finalmente.
—Al fin solos, querido.
Yo y el video, CHINGAO, qué momento. Yo disfrutando la escena recién grabada. La cabeza de José sigue plana en mi video, pero todo es maravilloso. Allí en el fondo de la imagen se ve mi Gran plasma mío, decorando mi súper casa. No todo es mentira. Los sueños sí se vuelven realidad. Apago el DVD. Veo el noticiario, click, noticiario, click, más noticiarios.
Escoger meticulosamente el sobre que contendrá el videovenganza. Me gana el color rojo. Dárselo a Fierro.
Fierro en el buzón de la casa de María y preparado, nuevamente, para sus clicks acostumbrados. Ring.
—Espero más fotos o videos, señor Fierro. Tengo que saber. Tome fotos, videos, lo que sea.
—Como usted mande, señorita. No se preocupe. Sabrá de mí.
10:30 pm. LA noche. María aguarda a José en la alcoba. Colonia Del Valle. Piso tres, depto 3. Tres. Tres.
Sobre rojo, qué idea tan buena. Rojo como cuando José está dentro de mí. Seguro lo veo triste el próximo jueves en la TV. ¿Ya habrá entrado? ¿Habrán visto el video?
Día siguiente.
Fotos realmente rojas me dejó Fierro en mi buzón y desapareció. Ring sin fondo. Nadie contestaba su celular. Contemplé cada imagen. Claro, hice zapping de fotos. Los adiós me laten.
La mujer de José hace rato tampoco miraba, no pensaba ni sentía pero igual lo mató esa noche de un solo batazo. Comprar un bate no fue buena idea, “amado” José. Allí estaba José en cada foto, las diferentes formas de su cabeza plana, plana muy muerta y plana. Su muerte no tuvo audiencia ni raiting alto como su pinche programa. Sólo estaba José en esas fotos, contenido allí. Como un hombre cualquiera. Como nosotras las Sin Rostro. Yo también lo hubiera matado, la neta. José plano. Su infidelidad conmigo no le pareció tan grave a su esposa María, pero regalarme SU plasma…

domingo, agosto 15, 2010

:::: Cambio de ruta

José Luis Sandín

Ahora que iba al centro comercial, no supe qué pasó. Tuve que tomar una desviación con el consecuente cambio de ruta, agarrar un tramo de carretera que, a esa hora, por fortuna estaba vacía, o debía estarlo.
Al tomar la oreja del trebol y mirar para incorporarme, no transitaba ningún coche. Justo al entrar en la carretera me sentí agobiado al verme rodeado por los automóviles, "pero ¿de dónde salieron todos estos?". Y continué atrapado entre la multitud que me llevaba con su corriente de metales y gomas negras.
Un pequeño hueco se abrió a mi derecha y pude colocarme de nuevo en el carril derecho y abandoné en la siguiente salida, varios kilómetros adelante. "Una nueva desviación", y lancé una mirada a la carretera que ahora lucía un vacío de desierto.
Al volver a casa, estabas mirando la tele. En tu cara se asomaba algo similar a la satisfacción mezclada con la sorpresa. Las noticias exhibían un coche como el mío que, tras perder el control, había ido a parar al fondo del río. Una toma rápida mostró la placa con letras y números. Palidecí, la sangre se me volvió de hielo, la piel se tensó con el crujido de un papel arrugado.
También entendías lo ocurrido, pero no mostrabas ningún dolor. ¿Mi dolor?, se transformó poco a poco en coraje e impotencia de hacer o decirte algo. Iba a reclamarte cuando cambiaste de canal; el sonido metálico de una llave al penetrar la cerradura, los giros, el golpeteo familiar del llavero, me alertaron y me hicieron mantener mi silencio.
—¡Ya estoy aquí!
Y era yo mismo entrando a casa, con una gran dicha en la cara. Cruzó —más bien, crucé— a mi lado sin verme y llegó (llegué) hasta ti.
—No vas a creer lo que me pasó, dijo (o dije).
—Pero ¿que te ha pasado que vienes hasta pálido?
—Ahora que iba al centro comercial —te empezó a decir—, no supe qué pasó. Tuve que tomar una desviación...

miércoles, junio 02, 2010

Mercado



Luis Feliciano

:::: El arte del zapatero

Nigella

He llevado a reparar unos zapatos que me proporcionaban una andadura muy cómoda. Son zapatos bajos, de corte masculino, con adornos de encaje muy femeninos. Hace cinco años que ando con ellos. La sorpresa ha sido dar con un zapatero joven, con gran sentido del oficio. Un taller pulcro, repleto de zapatos de todos los humores que esperaban pacientemente su turno en las estanterías.
Pasadas un par de semanas vuelvo por ellos.
—¿Están listos?, —le pregunto al joven —que hoy no lo parece tanto— mientras le entrego el carnet de identidad de los zapatos.
Cruza una puerta y vuelve tirando de un par de correas.
—Aquí los tiene. Realizaron su tempotránsito con provecho. Ahora procure cuidarlos. Es muy probable que tengan descendencia, —dice el zapatero guiñando un ojo.
Su aspecto me sorprendió así que los calcé de inmediato. Andaban solos, es más me llevaron hacía la calle animadamente no sin antes despedirse del zapatero haciéndome trastabillar.

domingo, abril 11, 2010

Reflexión 1995


Aly De Villers

:::: Un domingo en Coyoacán

Ernesto Guzmán Lechuga

Al entrar una perra gorda se me acercó moviendo la cola. Estaba a punto de darle un puntapié al hocico que olfateaba mi zapato, cuando sonaron unos gritos femeninos: ¡Sabina, ven para acá!.
El animal corrió hacia el fondo del patio, en dirección a una casa de colores pastel rodeada de pasto que, si no fuera por una gigantesca antena parabólica en el techo, sería igual a la cabaña de Ricitos de oro. La perra se echó junto a una mujer que jugaba con una pareja de niños. Sin duda, supuse, mamá dedicando el domingo a los hijos mientras su esposo se distrae con el fútbol de la televisión.
Nunca imaginé que el Foro de la Conchita fuera un lugar mitad residencia familiar y mitad teatro. Tuve la desagradable impresión de asistir como invitado a una casa con teatro propio pero con sus infaltables perro y escuincles. En fin, lo importante estaba en la obra que, según algunos comentarios, seguramente me daría más que entretenimiento.
A un lado de la puerta que daba al pequeño foro, había una banca donde algunas personas también esperaban. Una pareja de jóvenes contemplaba a la mujer de los niños: Qué padre ¿no? Decía la muchacha metiendo la nariz en el cuello del novio.
Por fin un empleado, el mismo que atendía la taquilla, avisó que podíamos pasar al foro. Al iluminarse el escenario, para mi sorpresa, la perra apareció sobre éste.
Ahora formaba parte de otra familia en apariencia igual de armoniosa que la suya. Pero sólo en apariencia, porque ésta era una de las creaciones de un demiurgo que acostumbraba mostrar el infierno que siempre existe tras el maquillaje de la cotidianidad.
Un joven juega cariñosamente con su mascota y la hermana llega a molestarlo con apodos y a decirle que a los papás no les gusta que la perra esté dentro de la casa. Así iniciaba la obra teatral, dando la impresión de un hogar común y corriente; como el de afuera, como el que pretendían formar la pareja de novios a mi lado. No podía ser cierto, en seguida empezó a brotar una realidad de deseos incestuosos y de odios incontenibles. Me resigné a sumergirme en esa realidad oculta y a olvidarme de esas familias ideales e imposibles, donde únicamente hay lugar para la felicidad y el amor.
Fui el último en salir de la sala, aún con la imagen de la mujer que finalmente queda convertida en la esfinge creadora de maravillas; con el recuerdo de ese rostro feliz ya para siempre, gracias, en gran parte, a la magia de un fetiche. Un auténtico Pez-diablo que, según se decía, fue traído de Veracruz para darle más verosimilitud a la obra. Al final, el pescado abierto por la mitad (en verdad daba la apariencia de un rostro luciferino) quedó solitario en el escenario, recibiendo también los aplausos, como si supiera que él había sido el causante de que el antiguo orden que ahí imperaba se rompiera.
En la calle el ambiente de Domingo se hacía más evidente conforme me acercaba al centro. Ese día Coyoacán pertenecía a las familias. Los padres visitando la iglesia, los niños con sus algodones de azúcar y los más grandes alrededor de los músicos y pintores callejeros. Pensé que no sería raro que allí me encontrara a mis parientes también.
No, mi familia estaba en la casa cuando llegué: reunión dominical. Mi cuñado, acostado sobre el sofá de la sala, sólo me dirigió una mirada de fastidio cuando lo saludé. Vi a mi cuñadita pensando que cada día se ponía más buena y que por qué no, a lo mejor un día de estos... En la recámara mi esposa y mi mamá se callaron cuando iba a entrar. Deseé que hubieran seguido comiéndose mutuamente como cuando se conocieron; pero no, ahora estaban aliadas, ya tenían un enemigo en común. No entré, lo mejor y más seguro era la biblioteca. Mientras me alejaba alcancé a oír a mi esposa: ha de venir tomado otra vez, fíjese que...
En la biblioteca, como esperaba, no había nadie. Acomodé el saco en el respaldo de una silla. Me senté y mi vista se detuvo en él: quizás la felicidad sea posible. Recordé la obra de teatro y concluí que ahí la única que se salvaba era la madre; gracias a que ella había logrado realizar sus sueños mediante la magia de ese fetiche que apareció tras su altar, sin que nunca se supiera quién lo había colocado allí.
Sí, yo no necesitaría más que una ayuda de ese tipo para escapar al infierno que estaba justo en mi casa. Vivir lo que siempre había anhelado en compañía de alguien a quien en verdad quisiera; desaparecer de una buena vez a esa gente que me iba a volver loco. ¿Qué hacer? no podía esperar a que me metieran a un manicomio como querían hacer con la mujer de la obra. Afortunadamente siempre hay alternativas. Sí, seguro que las hay.
En ese momento de insólita esperanza, entró mi esposa, como si adivinando mi bienestar quisiera romperlo.
—Oye, menso, orita que iba a agarrar el coche vi una colilla pintada de rojo. ¿A quién subes al carro, eh?
—Cálmate ¿pues a quien quieres que suba? A veces le doy aventón a algunas compañeras, ya te lo he comentado—. Le contesté, sabiendo que lo que buscaba era armar una pelea ahora que sus parientes estaban allí.
—Nada más a eso sales ¿verdad? Pero ya te dije: yo también puedo pagarte con la misma moneda.
—Sí, sí. Haz lo que quieras. Y mejor ya déjame solo. Quiero descansar un poco. ¡Ah! y por ahí le dices a tu hermanita que me traiga un refresco ¿no?
—¿Qué? Ve tú. Mi hermana no está para servirte—. Agregó cuando salía, mirándome recelosa. Algún día cuñadita, volví a pensar, sucede en las mejores familias.
Decidido a terminar de una vez con todo aquello, en cuanto salió mi esposa azotando la puerta, me levanté para tomar mi saco. Respiré hondo antes de introducir mi mano en el bolsillo interior. Al sacarla contemplé con una mezcla de miedo y esperanza el fetiche de Pez-diablo, que ahora en el teatro nadie, tampoco, iba a saber quien se lo llevó.