Judith Castañeda Suarí.
Hoy inicia noviembre. Abue tentalea en la mesa antes de localizar el ramo naranja, obsequio de algún vecino. El bastón, un chal índigo con varias puntadas sueltas. Y sale. Empieza el viaje de la mano por las paredes; hay una nueva fisura en la vecindad, cerca de la ventana izquierda. Abue frunce el ceño, deberá memorizarla si no quiere equivocarse de lugar cuando regrese.
Porque sigue yendo. No importa que desde finales del año pasado sea de noche. Abue llega a la gran avenida la primera mañana de cada mes. Camina como si no caminara, detrás del trozo de madera sin barnizar, y a veces recuerda cuando el río de los ocho carriles era de agua y no de asfalto, semáforos y carrocerías. Pero sólo a veces, porque la mayor parte de su oscuridad la ocupa la sensación rasposa de los muros en sus dedos, el reconocer por una grieta más larga y recta que faltan dos calles y cuatro carriles para la cruz del camellón.
Señora, escucha. Desde atrás interrumpen el recuento de aceras. No hace caso de la voz hasta sentir la tela afelpada, un brazo tomando el suyo. Permítame. Y Abue repite la fórmula de mañanas anteriores: gracias, Dios lo bendiga. Calla el señorita, el timbre de flauta podría pertenecer a un hombre muy joven. Señora; es como pasar la mano sobre un muro recién levantado. En la vecindad le dicen abue. Son sus nombres recientes y ella no puede exigir que la llamen por el real, el más largo que recuerda haber visto en papeles llenos de letras pequeñas, junto al de su esposo muerto o a solas. No puede porque ni ella misma lo sabe con claridad. Los años, luego la nube al principio blanca que fue apagándole los ojos, revolvieron las letras añadiendo unas, cambiando otras.
El brazo la abandona al otro lado del camino, sin darle tiempo de agradecer su tibieza de arena, su atención al detenerse para ayudarle a cruzar. Se aleja porque el reloj, porque la escuela, porque una puerta y la primera clase. Abue lo compara con otros brazos que la han llevado hasta la cruz del camellón. Esperan, recogen sus bendiciones, la devuelven al punto de partida, alguno deja una par de monedas en su palma.
Entonces Abue sonríe. No por calcular el monto, sino porque las cree el pago de un espectáculo. Y debe serlo: ver a una anciana gris acomodar su hatillo de flores dentro de una lata oxidada, ante una cruz, como si se tratara de rosas o alcatraces, un mausoleo y un jarrón de porcelana, bien merece dos o tres monedas.
De pronto un claxon, el silbato del de tránsito. Los dedos de Abue interrumpen su exploración. Se aferran, la ayudan a no caer. Hay una malla donde no debería haberla. El aroma de los girasoles. Abue trata de recordar: a veces cercan las calles para repararlas, cubrir baches, pintar o retocar los cruces peatonales, echar una capa nueva de asfalto. Menea la cabeza; seguro el brazo del joven o señorita le ayudó a cruzar hasta el camellón y ella no se dio cuenta, concentrada en memorizar la nueva fisura de la vecindad.
Y se inclina, no como antes, como lo haría delante del sepulcro de un príncipe, de un santo. La mano que usa para reconocer y memorizar esquinas, fachadas y lotes baldíos, la ayuda a identificar la forma y el tamaño de lo que la hizo tropezar. Su índice toca algo puntiagudo, un trozo de hielo esbelto, con vértices y una pieza transversal más corta. ¿Una cruz? O una cerca. Una cruz, concluye su dedo al terminar el recorrido: zonas lisas y curvas, una plancha rectangular, el final de los brazos y la cercanía de algo cilíndrico.
La cruz de su esposo era de metal, recuerda, metálica y negra, con su nombre y dos fechas grabadas a pincel y pintura blanca sobre el fondo oscuro. Es la primera mañana que la ve desde que anocheció. La había olvidado porque se agacha a la distancia justa para alcanzar la lata y poner las flores, siempre imaginando otra cruz sin atreverse a comprobarlo, plateada, de madera con un brazo trunco, o de aire –la original trasplantada a otra esquina, a otro camellón, a la memoria de otro muerto.
Abue ofrece al mediodía una sonrisa sin dientes frontales ni muelas. Ahí está. La huella de su Antonio. Uno de los atropellados de la avenida de los ocho carriles. Y retoma la actitud ceremoniosa de mucama en hotel cinco estrellas: acomoda el hatillo naranja dentro del espacio cilíndrico, abre los tallos, separa pétalos. Alcanzan los minutos para aspirar las últimas gotas del perfume.
Las manos a la malla. Con el paso, ellas también, de una persona ciega, buscan algún agujero, una zona de óxido que dé a la malla nombre y apellido ante otras mallas. Abue ha tardado mucho, en la vecindad deben extrañarla. Pero primero fue la grieta a la izquierda de la ventana y ahora se trata del terreno rodeado cercano a la cruz; no puede memorizar tanto en una sola mañana, es demasiado largo.
Un hueco pequeño, alcanza a tocar varias hojas cubiertas de una vellosidad áspera. Al fin. Abue aferra el bastón y recupera sus ciento cincuenta centímetros de estatura. Aún sonríe, aún tiene el perfume del hatillo en la nariz. Se hirió la mano con el filo del alambre, pero encontró el apellido necesario para reconocer la malla: aunque las hojas se sequen la señalará el círculo casi perfecto a la izquierda de la cruz, a la altura de su pecho.
Y desanda. Se despide. Hasta diciembre. Atrás, lejos, los cláxones y el oficial que a silbatazos desvía el tránsito. Más cerca la cruz, las letras que forman un Anselmo en tonos metálicos sobre fondo blanco.
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