Esta galería de autores contemporáneos se creo en 2004

miércoles, diciembre 17, 2008

:::: El retorno de Jackie B

José Luis Sandín

Subes las escaleras del metro, las mismas que el tipo desciende. Subes y el bolso te acompaña en silencio, se mueve contigo, te sigue el paso con complicidad. Miras sus manchas, suspiras, te apresuras.
Él baja, baja con los ojos en ti: en el pelo, que escurre agua; en la cara, que no ha dormido; en el paso, que cae más y más a cada paso, ¿de tanto bailar en mesas? Lo miras, te gusta. Agachas el rostro y él, un segundo antes de cruzarse contigo, te saluda.
—Hola.
Su voz te sorprende, levantas la mirada, te detienes.
—Hola.
—¿Cansada?
—Para nada.
—¿Qué vas a hacer? ¿A dónde vas?
—A dormir, ¿gustas?
—Eeeh, debo ir a trabajar.
—¿Y...?
—Pero...
Sonríes,no conoces hombre que haya resistido esa sonrisa tuya, que viéndote reír así no camine a tu lado, junto a ti, escaleras arriba.
Cambias el bolso de lado para ocultar con tu cuerpo las salpicaduras de otro cuerpo —el último, el que dejaste atrás hace una hora—, para tomarlo a él, al tipo que se ata a ti sin saber a quién se ata de la cintura. Sonríes. Escaleras arriba tu voz baila, el bolso también.

viernes, diciembre 12, 2008

¿De qué sabor?


Fotógrafo: Arturo Mendoza

:::: Leyenda urbana

Sergio Gaut vel Hartman

—¡Hola, Polaco! ¿Cómo va todo?
—Peleándola, ¿y usted?
—Cansado, pero por suerte lleno de laburo hasta las orejas.
—Me alegro. Nosotros no nos podemos quejar. ¿Qué le doy?
—Un cuarto, como siempre.
—Almendras a la crema, chocolate y limón, como siempre.
—Exacto. ¡Cómo te acordás!
El heladero se concentró en su tarea, pero se movía de un modo errático, como si rumiara algo que quería desembuchar y le resultara difícil. De pronto levantó la vista y me miró fijo a los ojos, con expresión indefinible.
—¿Usa feisbuk?
—Bastante, ¿por?
—¿No se enteró?
—¿De qué?
—Es un invento de la CIA, un método para controlar a la gente. Lo espían, lo filman, registran qué piensa, quienes son sus amigos. Hay que rajarle al feisbuk, me lo dijo uno que viene a comprar helados acá y trabaja en la embajada yanki.
—¡Macanas, Polaco! Una leyenda urbana más, como tantas.
—¡No! Usted mo me toma en serio, pero el tipo me dijo que tienen a todo el mundo agarrado de las pestañas. No hay salida. Sáquelo antes de que sea tarde.
—¡Por favor! ¿Cuánto el helado?
—Nueve.
—¿Aumentó?
—Y, no hubo más remedio; coletazos de la crisis global.
—Claro, entiendo.
Me dio pena que el Polaco tuviera un ataque cardíaco pocas horas después de esa conversación... tan joven... no había llegado a los cuarenta... y lo que más me molesta es que al nuevo voy a tener que explicarle que siempre, siempre, llevo helado de almendras a la crema, chocolate y limón. Tardan mucho en recordarlo.

lunes, diciembre 08, 2008


Esta fotografía es propiedad de Steve Bailey y fue tomada de:
http://www.flickr.com/photos/monster/218610802/

:::: Cualquier tiempo pasado fue mejor

Sergio P. Migoya

Aquel hombre, por canas asomando la cincuentena, cruzaba sus manos grandes hacia el pecho como en ocultar algo bajo ellas.
—Vamos, buen amigo —uno decía de los que en la mesa le acompañaban—. Sabéis de sobra lo convenido siempre entre nosotros.
—Pero a mi cuerpo es menester lo que los vuestros tanto no precisan —pareció rebatir ceñudo el aludido, aun no sin cierto rubor en los carrillos.
Otro, de rostro ingenuo y sonrosado, afiló el mostacho fino con sus dedos como mostrando paciencia, mas sus ojos se le iban, con brillo de avidez, hacia entre los dedos del testarudo:
—Por Dios, que sois obstinado. No dudéis que vuestro éxito, en el haber conseguido, lo admiramos los tres con la justa reverencia. Mas la regla...
—Mas la regla es juramento —terció el cuarto hombre que hasta ahora se había mostrado silencioso, y en sus palabras podía notarse cierto matiz de autoridad.
Ante el acoso de sus compañeros, aquel hombre robusto lanzó un bufido de resignación, separó sus manos y empujó con ellas al centro de la mesa el motivo de las querencias: un modesto queso, redondo y rancio.
Sacó, el primero que hablara, una daga algo herrumbrosa de bajo la casaca raída, y en dos precisos tajos hizo la división. Antes de abalanzarse sobre el frugal alimento, quisieron aquellos menesterosos guardar su costumbre y, con tono poco convencido, rumiaron la arenga:
—Todos para uno...

miércoles, diciembre 03, 2008



Dibujo de Laura Hermosilla

:::: Juego de niños

Paola Cescon (Argentina)

Lo arrastro. Deliberadamente. Arremeto contra el gentío del shopping.
Mi hijo mira incrédulo a la trastornada que lo lleva de la mano (yo, su madre).
La carrera no es a tontas y a locas. En cinco minutos cierra la juguetería.
Me cago en todos los próceres. Maldita espada.
— Mi amor, ya me recorrí todas las casas de disfraces y no la encontré. ¿ No es lo mismo si te la hago con cartón?
— Mami, me eligieron para actuar de Belgrano. No me hagas pasar papelones. En la juguetería del shopping la mamá de...
Y acá estamos. Los materiales del subdesarrollo ya no los convencen.
La madre propone y los hijos disponen. Todo un horror para la psicología, pero no lo he podido revertir, aún. Provengo de la generación “La culpa está primero”.
Fue así como, posponiendo el trabajo que pensaba hacer después del trabajo, terminé con el auto estacionado en el nivel siete, y el local en cuestión está en el subsuelo.
Deliberadamente, sí, lo arrastro.
Son seis niveles, escaleras abajo, en las cuales no le advierto, como normalmente hago, de los peligros de estos monstruos mecánicos. Imagino los dedos de su pie destrozados entre los dientes de los escalones y yo que le grito: —Pedíle a Belgrano que te compre la espadita, porque tu madre tenía que seguir trabajando, y ahora no termino ni de madrugada, el techista viene al alba para dar fin a la tortura que me significa la gotera que hay sobre tu computadora. Porque tuve que dejar el auto en bajada por si no arranca y el único lugar en bajada que encontré fue seis pisos más arriba. Pedíle a Belgrano que haga magia para llegar a pagar la boleta del gas que vence mañana (planta baja, ya llegamos, falta poco) previo haber ido a verte actuar (si no, se me estruja el alma de imaginarte solito), cual equeco, cargando la filmadora, la máquina de fotos, los tres termos de chocolate caliente y las tortas fritas que tengo que hacer en cuanto volvamos, para que compartas con tus compañeros de curso (ya la veo, ahí está la bendita juguetería) y no estoy loca, estoy exhausta. ¡Corré, hijo, corré, que cierran el negocio!
—¡Querida, tanto tiempo!
La madre de mi jefe.
—¿Este es el mayorcito? Pero si es idéntico a tu marido.
Ex, señora, ex, tenía ganas de gritarle. Mutis. No tengo tiempo. Me ahorro las explicaciones. Parece que mi primogénito va a emitir algún sonido, entonces lo pateo, poniéndole cara de, si hablás, te asesino.
Le pellizca los cachetes, cosa que odia profundamente, y a él se le transforma la cara. En este momento desearía que no fuera tan educado como le enseñé, y le gritara: — ¡Vieja, largáme la cara y rajá, que tengo que comprar la espadita!
Ella sigue hablando. Yo miro de reojo. Veo cómo cierra la puerta del local. La cara se me transfigura ahora a mí. Tengo ganas de tirarme al piso, llorar, hacer capricho, patalear. Pero no. Empiezo a pensar cómo demonios voy a hacer para comprar la famosa arma en cuestión. Porque mi hijo sabe que, sea como sea, la va a tener.
Y blandirá feliz su sable frente a la audiencia escolar. Sin enterarse, quizás, que la madre después de haberla conseguido (aún a costa de que el precio fuera entregar su cuerpo) y depositado en el colegio junto con los termos, las tortas fritas, y algún alma caritativa que encontró para que filmara al nene, huirá raudamente a internarse en el psiquiátrico. Y en la primera visita al nosocomio, él niño le dirá: —Sos una mala, mami, no fuiste al acto.
—¿ Qué querés ser cuando seas grande? — le pregunta, sosteniéndolo aún de los cachetes.
Yo me río. Veo a mi hijo totalmente despreocupado que, después de escapar de las garras de esta mujer se dirije a las prohibidas escaleras mecánicas, no sin antes deslizar un: — Mami, apuráte que tengo hambre.
Pienso en el maratón descomunal que a veces es mi vida, en el cansancio que arrastro por momentos. Y sé perfectamente que, si a esta altura de un partido en el cual no ceso de atajar penales, alguien me hiciera esa pregunta, no vacilaría ni un instante al emitir la respuesta: — Cuando sea grande, quiero ser chico.