Paola Cescon (Argentina)
Lo arrastro. Deliberadamente. Arremeto contra el gentío del shopping.
Mi hijo mira incrédulo a la trastornada que lo lleva de la mano (yo, su madre).
La carrera no es a tontas y a locas. En cinco minutos cierra la juguetería.
Me cago en todos los próceres. Maldita espada.
— Mi amor, ya me recorrí todas las casas de disfraces y no la encontré. ¿ No es lo mismo si te la hago con cartón?
— Mami, me eligieron para actuar de Belgrano. No me hagas pasar papelones. En la juguetería del shopping la mamá de...
Y acá estamos. Los materiales del subdesarrollo ya no los convencen.
La madre propone y los hijos disponen. Todo un horror para la psicología, pero no lo he podido revertir, aún. Provengo de la generación “La culpa está primero”.
Fue así como, posponiendo el trabajo que pensaba hacer después del trabajo, terminé con el auto estacionado en el nivel siete, y el local en cuestión está en el subsuelo.
Deliberadamente, sí, lo arrastro.
Son seis niveles, escaleras abajo, en las cuales no le advierto, como normalmente hago, de los peligros de estos monstruos mecánicos. Imagino los dedos de su pie destrozados entre los dientes de los escalones y yo que le grito: —Pedíle a Belgrano que te compre la espadita, porque tu madre tenía que seguir trabajando, y ahora no termino ni de madrugada, el techista viene al alba para dar fin a la tortura que me significa la gotera que hay sobre tu computadora. Porque tuve que dejar el auto en bajada por si no arranca y el único lugar en bajada que encontré fue seis pisos más arriba. Pedíle a Belgrano que haga magia para llegar a pagar la boleta del gas que vence mañana (planta baja, ya llegamos, falta poco) previo haber ido a verte actuar (si no, se me estruja el alma de imaginarte solito), cual equeco, cargando la filmadora, la máquina de fotos, los tres termos de chocolate caliente y las tortas fritas que tengo que hacer en cuanto volvamos, para que compartas con tus compañeros de curso (ya la veo, ahí está la bendita juguetería) y no estoy loca, estoy exhausta. ¡Corré, hijo, corré, que cierran el negocio!
—¡Querida, tanto tiempo!
La madre de mi jefe.
—¿Este es el mayorcito? Pero si es idéntico a tu marido.
Ex, señora, ex, tenía ganas de gritarle. Mutis. No tengo tiempo. Me ahorro las explicaciones. Parece que mi primogénito va a emitir algún sonido, entonces lo pateo, poniéndole cara de, si hablás, te asesino.
Le pellizca los cachetes, cosa que odia profundamente, y a él se le transforma la cara. En este momento desearía que no fuera tan educado como le enseñé, y le gritara: — ¡Vieja, largáme la cara y rajá, que tengo que comprar la espadita!
Ella sigue hablando. Yo miro de reojo. Veo cómo cierra la puerta del local. La cara se me transfigura ahora a mí. Tengo ganas de tirarme al piso, llorar, hacer capricho, patalear. Pero no. Empiezo a pensar cómo demonios voy a hacer para comprar la famosa arma en cuestión. Porque mi hijo sabe que, sea como sea, la va a tener.
Y blandirá feliz su sable frente a la audiencia escolar. Sin enterarse, quizás, que la madre después de haberla conseguido (aún a costa de que el precio fuera entregar su cuerpo) y depositado en el colegio junto con los termos, las tortas fritas, y algún alma caritativa que encontró para que filmara al nene, huirá raudamente a internarse en el psiquiátrico. Y en la primera visita al nosocomio, él niño le dirá: —Sos una mala, mami, no fuiste al acto.
—¿ Qué querés ser cuando seas grande? — le pregunta, sosteniéndolo aún de los cachetes.
Yo me río. Veo a mi hijo totalmente despreocupado que, después de escapar de las garras de esta mujer se dirije a las prohibidas escaleras mecánicas, no sin antes deslizar un: — Mami, apuráte que tengo hambre.
Pienso en el maratón descomunal que a veces es mi vida, en el cansancio que arrastro por momentos. Y sé perfectamente que, si a esta altura de un partido en el cual no ceso de atajar penales, alguien me hiciera esa pregunta, no vacilaría ni un instante al emitir la respuesta: — Cuando sea grande, quiero ser chico.
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