Sergio P. Migoya
Aquel hombre, por canas asomando la cincuentena, cruzaba sus manos grandes hacia el pecho como en ocultar algo bajo ellas.
—Vamos, buen amigo —uno decía de los que en la mesa le acompañaban—. Sabéis de sobra lo convenido siempre entre nosotros.
—Pero a mi cuerpo es menester lo que los vuestros tanto no precisan —pareció rebatir ceñudo el aludido, aun no sin cierto rubor en los carrillos.
Otro, de rostro ingenuo y sonrosado, afiló el mostacho fino con sus dedos como mostrando paciencia, mas sus ojos se le iban, con brillo de avidez, hacia entre los dedos del testarudo:
—Por Dios, que sois obstinado. No dudéis que vuestro éxito, en el haber conseguido, lo admiramos los tres con la justa reverencia. Mas la regla...
—Mas la regla es juramento —terció el cuarto hombre que hasta ahora se había mostrado silencioso, y en sus palabras podía notarse cierto matiz de autoridad.
Ante el acoso de sus compañeros, aquel hombre robusto lanzó un bufido de resignación, separó sus manos y empujó con ellas al centro de la mesa el motivo de las querencias: un modesto queso, redondo y rancio.
Sacó, el primero que hablara, una daga algo herrumbrosa de bajo la casaca raída, y en dos precisos tajos hizo la división. Antes de abalanzarse sobre el frugal alimento, quisieron aquellos menesterosos guardar su costumbre y, con tono poco convencido, rumiaron la arenga:
—Todos para uno...
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