Esta galería de autores contemporáneos se creo en 2004

lunes, abril 21, 2008

:::: Cuarenta años

Diana Violeta Solares Pineda (México)

“Se está cayendo el cielo”, le dijo Pedro a manera de saludo mientras se quitaba el plástico que lo había cubierto de la lluvia. Ella apenas levantó la mirada del escritorio, vio de quién se trataba y, sin responder, siguió escribiendo.
Pedro colocó en un rincón sus herramientas de trabajo y se sentó en una silla. Consultó su reloj, todavía faltaba media hora para que acabara la misa. Se quitó el sombrero y empezó a darle vueltas entre las manos mientras observaba las paredes y los archiveros de la oficina parroquial.
La lluvia golpeaba el techo, algunas tejas cayeron estrellándose contra el piso, pero ni siquiera ese ruido distrajo a Esther de su tarea. Con una pluma fuente escribía los nombres de los niños y niñas que habían sido bautizados en la parroquia durante el último mes. Escribió “Dulce María Olivares” trazando líneas suaves, después, con rasgos burdos escribió “Wendy Peredo”. En seguida anotó los nombres de los padres, de los padrinos y la fecha del bautizo. El libro de registro de bodas, bautizos y confirmaciones de la parroquia era su tesoro, no sólo porque era la encargada de ponerlo al día desde hace un par de años, sino porque en ese libro tenía marcados, secretamente, sus nombres favoritos para el día en que tuviera que elegir alguno.
“Venga a cobrar mañana, el padre tiene que descansar”, le dijo sin mirarlo y sin dejar de escribir.
“Nomás cobro y me voy, no lo entretengo.” Le respondió con un tono amable, casi de súplica. “Es que la semana pasada corté el pasto y no me pagó y hoy podé el rosal y la bugambilia…”
Como Esther seguía sin levantar la mirada, Pedro prefirió guardar silencio y seguir esperando.
La mujer terminó de registrar al último bautizado, sopló suavemente sobre la hoja para secar la tinta, echó un vistazo a los nombres que estaban subrayados en color rojo y cerró con brusquedad el libro. “Como quiera”, dijo como si hubiera transcurrido apenas un segundo desde la última vez que Pedro le respondió. Se envolvió con un chal y tomó su bolso, pero al asomarse a la puerta se desanimó, el agua caía a cubetadas. Miró el reloj y luego a las nubes negras. De reojo alcanzó a ver al hombre que seguía sin moverse en la silla; hizo una mueca, se enredó más en su chal y se recargó en el marco de la puerta a esperar.
Sin darse cuenta se puso a contemplar las gotas que caían sobre los pedazos de tejas en el suelo. Poco a poco, el sonido de las gotas se fue metiendo en sus oídos. Cada gota era uno de sus nombres favoritos: mentalmente acarició el de “María Teresa”, sonrió al encontrarse con “Ángela”, pero al pensar en “Concepción" sintió una punzada.
“A la hortensia le va a caer bien el aguacero, trae muchos botones”, le dijo el jardinero con ganas de iniciar una plática. En lugar de responder, Esther se llevó la mano al lugar que le dolía, sus dedos se estremecieron al contacto con una cicatriz abultada en el abdomen.
Concepción fue el nombre con el que bautizó a la última niña que atendió cuando trabajaba en el sanatorio de la Arquidiócesis. Le puso así porque la niña se estaba muriendo, porque las monjas le habían dicho que debía hacerlo si algún niño estaba grave y no había sido bautizado. No era la única que lo hacía, también los médicos y otras enfermeras, aunque su orgullo era el de haber realizado el mayor número de bautizos en el hospital; de hecho, recorría las cunas para buscar alguna señal, alguna amenaza de muerte: niños boqueando con la respiración cortada, piel fría, colores pálidos o morados, cuerpos flácidos. Más de una vez le llamaron la atención, le dijeron que ése no era su trabajo, que alarmaba a las madres de los niños, quienes ya no querían que se acercara a las cunas porque la miraban como ave de mal agüero.
“También el durazno está bien cargado, el cura va a tener fruta a montones…” Pedro siguió con su monólogo para no sentir el silencio pesado de la mujer y porque le entusiasmaba hablar de las plantas que él cuidaba, mientras ella se restregaba las manos sin despegar los ojos de las gotas que se reventaban en el suelo.
La última niña que Esther bautizó fue a Concepción, porque a los pocos días a ella misma la metieron en un quirófano. Ya se lo habían dicho, matriz que a los cuarenta años no da hijos, da cáncer. La suya tuvieron que arrancársela cuando una hemorragia estuvo a punto de matarla. Desde entonces tiene ese sueño en el que se mira con cuerpo de gallina y alguien con brazos enormes la abre como al huacal de un pollo, oye cómo truenan sus huesos y escucha el sonido que hacen las tripas cuando el pollero las arranca de cuajo. Cuando se recuperó de la cirugía ya no quiso regresar al sanatorio y buscó acomodo en la parroquia de su pueblo. Al sacerdote no le interesó que fuera enfermera, pero sí que tuviera buena caligrafía. Ella se conformaba con asistir al cura en cada bautizo y con registrar nombres y apellidos.
“Las rosas de castilla ya abrieron pero las azaleas no. Yo creo que tienen plaga, como que se están secando...” Pedro se soltó hablando de lombrices, hormigas y demás bichos. Esther miró con desesperación el cielo que seguía gris, la lluvia no paraba y las punzadas en la cicatriz eran cada vez más fuertes.
“O le quitamos la plaga o mejor la arrancamos, no vaya a ser que contagie a las demás, ya ve que hay malas matas…” Pedro interrumpió su plática cuando vio salir a la mujer corriendo debajo del aguacero, por un momento se quedó inmóvil, pero cuando la vio resbalar al cruzar el jardín del atrio, tomó su impermeable de plástico y corrió hacia ella.
Cuando al fin estuvo cerca y escuchó su llanto, entendió que no era por la caída. Delicadamente y en silencio le puso el plástico encima y se fue despacio, dejándola ahí, llorando junto a las azaleas.