Esta galería de autores contemporáneos se creo en 2004

martes, julio 04, 2006

:::: Tú estás bien... yo tampoco


Fotografía: Amélie Olaiz


Eve Gil

Todo se hace en silencio. Como
se hace la luz dentro del ojo.
El amor une cuerpos en Silencio se
van llenando el uno al otro.
Jaime Sabines

Ambos exiliados: él, de una isla que no quiere saber nada del resto del mundo; ella, de las noches dulces apenas intuidas dentro de una armadura cuya ausencia todavía le causa frío. Él no quiere volver allá, prefiere fingir que su nombre no está sujeto a extradición. Ella desearía volver a experimentar la dulzura del arak, pero no…
Y se topan, una y otra vez, dentro del mismo café, él, con la mochila turística a cuestas, jalando de sus amiguitas púberes, ésas con las que puede hacer gala de su acento de galán de radionovela antigua, de su erudición cimentada en rollos de títulos universitarios; ella, con una libreta, sola, ocasionalmente escoltada por ese amigo suyo que habla su lengua (el francés le cansa) y que el isleño cree su amante, pero no. Los amantes, pensaba ella, se guardan en un baúl sagrado.
Y así transcurre la vida para ambos: él ejerciendo su hipnotismo de sangre caliente, la más caliente de todas las sangres, encantando escolapias como el flautista a las serpientes. Ella, su justa antítesis y tan igual al mismo tiempo; tan oscura ella como rubio él, enarbolando cigarrillos baratos, de estanquillo… ondeando ella sus king Edward que fuma nada más para hacer uso de la recién adquirida libertad… y de pronto las miradas coinciden en la columna de espejos, situada justo en la división entre sus mesas (¿por qué siempre buscan su mutua cercanía?).
Él no ha dejado de parlotear con la escolapia en turno, feuchita pero carne fresca, intelecto virgen. Ella está sola ahora, su amigo de café ha llegado con su esposa, una gorda monumental, sin dirigirle el saludo pues las esposas no toleran amigas como aquella, emancipada del velo. Él ha advertido la maniobra. Piensa que ella es hermosa –no su tipo, procura convencerse-; su tez de un dorado incendiario, copia exacta de la tonalidad de las arenas del Sahara; sus ojos tan grandes que a veces no parecen humanos, sobre todo cuando lo miran como venada herida; su boca, una rosa que quiere reventar pero muere en el intento; el pelo, carnavalesco desorden en tres castaños. Por momentos le recuerda a las mujeres de su isla, pero no, las hijas del desierto están educadas para inclinar la mirada, no para sacudir las caderas.
Y mientras ella, la mujer en el espejo, oscura, solitaria, enigmática, no habituada aún a la exposición a la luz, garrapatea sin cesar en su libreta unos signos que, sabe, él no podría descifrar. Él no denuncia su verdadera nacionalidad, más bien parece francés (ella creyó que lo era hasta que lo escuchó hablar en español); el pelo fino, de un dorado crepuscular, los rasgos angulosos, el porte altanero. Ella escribe versos de odio al hombre rubio, peste de Alá.
Ella ya va por el quinto puro. Fuma sin saborear, como si se tratara de un maratón. Él saborea apenas el segundo cigarrillo y sus ojos no dejan de buscarla en el espejo. Manipulan sus tazas con tan perfecta sincronía hacia sus bocas que es prácticamente un beso, una orquesta virtual que interpreta la nota final de cualquier composición de Stravinsky. Él se siente solo de repente, recuerda que la escolapia narigona que babea ante sus ojos es apenas un instante, acaso otra virginidad por descoser. Al rato llegaría otra, la del celular pegado a la oreja: la de los pantaloncitos entallados a un culito alto; la de la apariencia de Barbie de metro sesenta y las tres revolotearían en torno suyo, en un especie de aquelarre que a ella se le antoja demoníaco, insultante, pero al mismo tiempo le recuerda a su padre cargado de regalos clandestinos para ella. Él vuelve a sentirse un niño de pelo rojizo, descalzo, erigiendo colosales mundos a la orilla del mar, garrapateando sobre la arena versos que le ha escuchado honrar a su abuelo.
Ella escucha a sus espaldas las tonterías que él parlotea sobre Lovecraft. Datos imprecisos, con una cierta dosis de invención, pero que mantienen bobas a las colegialas a las que naturalmente les importa un pepino quien es el tal Lovecraft mientras lo escuchan hablar con esa voz grave y con acento de otro mundo. Sus miradas vuelven a converger en el espejo y por un momento, pillada en su envidia, ella arrastra los ojos hacia el vacío (ayer fue él quien los apartó al verla salir del sanitario, con sus rotundas caderas y su pelo de carnaval) y se odia a sí misma por permitir que eso suceda.
Ella solicita que le colmen la taza de nuevo, café con leche descremada. Él ha ordenado croissants con mermelada… ¿cómo puede mantener ese aspecto atlético comiendo semejante chatarra? A él le ha sido cumplido el capricho en cuestión de segundos por una rubia y sonriente camarera a la que, naturalmente, le entrega la propina enrollada en un papelito con su número telefónico. Ella sigue esperando la leche descremada. Lo ve masticar en forma singular, como si la mantequilla fuera un elixir resbaladizo. En realidad, él está imaginando la textura de la piel de ella, la mujer en el espejo, y finge que no ha imaginado mil cosas, y coge la mermelada con el dedo –“¡qué pésima educación tienen estos latinos!”-, y esa inocente acción los envuelve en una misma electricidad.
Después lo mismo: ella se levantará y los ojos de él perseguirán ávidamente las caderas que se niegan a ondear, y la ensartará con la pura mirada como a una mariposa, hasta verla desaparecer dentro de un impermeable azul que le cubre la boca… y otra vez lamentará ser lo que es, pues supone que ella lo desprecia –ha desarrollado complejo de culpa por ser un eterno extranjero- y por consiguiente no se atrevería a abordarla… si acaso volverá a pasar a su lado para tocarle disimuladamente el hombro, sin imaginar como ella se estremece cada vez que lo hace. Ella irá entonces al tocador para contemplar desanimada su propia belleza, temerosa de que esta sea apenas una ilusión que quede aplastada en el cristal, que él no pueda verla…
Esa noche dormirán solos… incluso él. Otra vez solos, acompañados apenas por sus mutuas miradas en el espejo, añorando inexplicablemente esa otra mitad que insisten en alejar. Ella y él se desean, se logran una en los ojos del otro, se añoran de un lado a otro de las mesas, se tornan dulzura en el paladar, rosca de anís, pan con mantequilla, fresa y chocolate, incapaces sin embargo de derribar la barrera del odio y volverla escombros de cristal para fundirse en el abrazo para el cual fueron creados, café con leche. Apagan sincronizadamente la luz de sus respectivas lámparas. Buenas noches, Sheherezade; Buenas noches Leandro. Quizá algún día, él y ella….
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lunes, junio 12, 2006

El funeral


Dublín
Fotógrafo: Amélie Olaiz


Ma. Esther Nuñez

Hoy sábado escuché el silencio de Dios. Asistí al funeral del hermano de una amiga muy querida y vi de nuevo a la muerte. La observé en su rostro atristado, en los ojos transparentes, en esa mueca que aparece en sus labios cuando tiene ganas de llorar. Percibí la vida como un breve espacio que transcurre calmo o encrespado sobre un enorme trasatlántico que navega tan lento que no nos damos cuenta de que el suelo es movedizo. ¿Cómo será esa muerte que Dios nos prometió? He vivido muchas muertes y, sin embargo, mi cuerpo aún tiene corazón. De día casi siempre lo olvido, pero a veces aparece escandaloso fuera de sitio: en mi oído pegado a la almohada, en mi pecho, en mis sienes, en un párpado que de pronto aletea con un palpitar uniforme y misterioso que hace evidente el espíritu obstinado del corazón.
Mi cuerpo ha resistido varias muertes. Mi última visita al quirófano fue un trayecto de mi génesis a mi apocalipsis: antes de perder del todo la conciencia, con miedo no a morir sino a sufrir, hendí como Moisés el mar de mi vida con mi carne desnuda hasta llegar a la otra orilla y, al despertar, me encontré viva pero confusa, sin saber si eso era la resurrección.
Vivía permanentemente con dolor desde hace tanto, que se acostumbró a vivir con él, comentó mi amiga acerca de su hermano. Doloroso el dolor, pensé. Cada dolor es un remedo de muerte que ahuyenta a la muerte misma por la gran carga de vida que sustenta. Los muertos no lo padecen. El dolor nos cubre de insomnio, de cansancio, de desesperanza, pero también hace ostensibles los instintos más primarios. El de supervivencia surge como una contundente inclinación a buscar el vigor y la fortaleza que anidan a veces adormecidos dentro de nosotros. Tánatos también aflora, con su seductora promesa de reposo. Nunca antes había pensado en la muerte como el sitio de mayor serenidad.
Hay muchos tipo de dolor: el del alma, el del cuerpo, el que se da por el solo hecho de existir. Pero descubro que a mayor intensidad del dolor, mayor aliento hacia la vida: una pastilla, una caricia, un cambio de posición, toda una gama de habilidades que, bien usadas, nos permitirán disfrutar del estado primigenio: estar simplemente vivos.
Recuerdo la primera vez que vi El regreso del hijo pródigo de Rembrandt cómo agonicé mansamente cubriéndome de oscuridad en un creciente estado doloroso. Desperté cuando casi sucumbía a mi muerte gracias a un gesto cotidiano. ¡Me alegré tanto de estar viva! La apacible agonía ante una pintura exquisita o una melodía sagrada no es más que un acercamiento al sufrimiento, al llanto que brota inexplicable ante la belleza. A mayor dolor, parecería, mayor plenitud de vida; incomprensiblemente nos aleja del agobio de tedios y grises cotidianos: justo ahí es donde aparece Dios con su rostro de león y de cordero.
Cuando murió papá me sorprendió que el mundo continuara: ¿cómo pueden seguir viviendo los pájaros, los niños? ¿Cómo es que la humanidad entera no está de luto, como yo? ¿Cómo es que él, mi padre, fuera tan poca cosa que su muerte no paralizara a las estrellas? ¿Cómo es que lo soporto y sigo conduciendo un automóvil, hablo por teléfono, compro la comida? Era algo inexplicable. Lo único que le sobrevivió fue mi carne. Y mi cuerpo -hoy sé insignificante- un día también va a desaparecer y entonces podré mirar a Dios con ojos azorados. Gracias a este saber es que puedo continuar echada a andar hacia delante. Gracias a este saber es que puedo convivir conmigo misma y sufrir con un goce de vida que antes no tenía.
Esa tarde pocos se acercaban al féretro; la gente congregada alrededor de los deudos hablábamos, queríamos oírnos para no escuchar el silencio de Dios que rodeaba la pequeña caja al fondo del salón. De pronto mi amiga evocó anécdotas familiares con una sonrisa: se abría paso el consuelo: la ausencia del hermano se configuraba -como un sueño que se recupera en la mañana- en otro modo de presencia.
En la funeraria, este sábado, tendidos él y yo un cuerpo al lado de otro, navegando lentamente en la barcaza gigantesca donde juega Dios a las apuestas, he ganado. Qué jubilosa vergüenza escuchar mi corazón: viva yo y muerto él. Perdón, amiga.
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Dolores, 3a sección
Fotógrafo: Amélie Olaiz

domingo, junio 11, 2006

:::: Capoeira

Virginia Hernández Reta (México)

La mujer se acomoda en el camastro siguiendo al sol. En ese instante, descubre al negro. Deja la bebida en la arena, cruza las piernas y lo observa con detenimiento a través de los lentes oscuros.
Recorre el cuello ancho del hombre, los brazos exageradamente largos, la línea marcada que separa su espalda en dos fuertes tablas. Sigue con la mirada la curva que se pierde en el pantalón y que, sin embargo, deja ver el nacimiento de unas nalgas contundentes. La fuerza inaudita de la raza la deja perpleja y piensa que un cuerpo tan hermoso sólo puede lucir así en negro.
El hombre voltea y mira sin expresión los lentes oscuros de la mujer. Ella sonríe tan levemente como si contemplara el mar. Él, al contrario, sabe que lo observa. Por eso camina cadencioso por la arena y, de súbito, se para de manos con un movimiento rápido. Luego se sostiene en un brazo y lanza las piernas hacia un lado, rozando el aire con ritmo, en un giro tradicional de la capoeira.
La mujer sonríe de manera franca, cruza los brazos atrás de la cabeza y lo mira con descaro. El negro sabe que tiene toda su atención. Danza un poco más, abre las piernas hasta que sus muslos duros tocan la arena, camina de manos, se mueve con maestría entre la espuma. La mujer observa con delicia los músculos del hombre que se tensan al compás de la suave lucha, la extraña danza.
El negro, en un exceso de confianza, se tira al mar y con él baila. Sacude la cabeza y mil gotas se disparan en una aureola iluminada. La mujer le pertenece. Sonríe. Ya era hora que una blanca fuera esclava de un negro. De repente, ella desvía la mirada. Ha tenido una sensación extraña e intuye que el hombre, tal como sus bisabuelos y tatarabuelos, se ha convertido en un cautivo de nuevo.
El negro no ha acabado de salir del agua cuando la mujer se levanta, gira el camastro y le da la espalda. Respira, aliviada, pensando que ha librado al hombre del terrible peso de su admiración. Atrás, entre las olas, el negro no sabe qué hacer con esa repentina libertad.
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jueves, marzo 23, 2006

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Regresión Escéptica
Horacio Rivera

No estoy convencido de las regresiones, eso de vidas pasadas y deudas milenarias me parece absurdo. Lo cierto es que mientras me mantenga sin asma, desaparezca la acrofobia y pueda caminar a pesar de la poliomielitis, seguiré asistiendo a mis terapias de regresión.
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lunes, marzo 06, 2006

martes, febrero 28, 2006


Fotógrafo: Javier Prieto
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En Knossos
Maricarmen Horta

La minotaura embistió una vez más. Su voracidad ecuménica iba acompañada de un vértigo interior muy parecido a la desolación. Por eso, antes de engullirlos, ella marinaba con sus lágrimas los cuerpos masculinos. Los prisioneros corrían por las galerías en un intento de escapar con gentileza - al fin y al cabo ella era una dama - pero a punto de ser alcanzados los invadía una petrificación pompeyana y sólo podían cubrir delicadamente su genitalia con las palmas de las manos.
A la entrada del laberinto Teseo dejó caer la lanza. Traicionando su linaje de héroe prefirió salvar el pellejo y apurar el paso de vuelta a las naves. En la retaguardia retumba un último y furioso bramido, una cavernosa y bestial lamentación por el eterno desencuentro.
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jueves, febrero 23, 2006

24 y ½



Jeux de Nymphes
Auguste Rodín



Virginia Hernández Reta


Con frecuencia las compañeras me preguntan qué he hecho para llegar tan rápido a donde estoy. Sonrío y siempre doy la misma respuesta: “Al cliente lo que pida.” Las incrédulas se alejan mirándome de reojo como si guardara un secreto mayor. No lo hay.
Empecé como vendedora en el departamento de zapatería para damas. Recuerdo bien la tarde en que llegó al almacén la que sería mi primer cliente. Era una mujer madura y delgada. Con voz austera me pidió unos mocasines marrón en talla 24 y ½. De regreso, con la caja en las manos, me arrodillé frente a la mujer y la descalcé cuidadosamente. Me miró extrañada, pero no abrió la boca. Con toda suavidad introduje mis manos debajo de su pantalón y, desde la rodilla, fui quitándole la media.
-No hay manera de disfrutar realmente un zapato sino es piel contra piel.
Sentí cómo se erizaban los finos vellos al paso de mis dedos. Mis manos rodearon su pantorrilla, demasiado llena para el resto de su cuerpo, y deslicé la media con lentitud hasta dejarla caer, vencida, sobre el tobillo. Volví a tomarla por la punta mientras con la otra mano acariciaba el talón endurecido. Retiré la media del empeine, como se quita un guante largo. Antes de calzarle el zapato derecho, tomé la punta de sus dedos entre mis manos y acaricié morosamente las yemas. Como un accidente, pasé mi palma por el arco del pie y lo sentí encogerse en un mudo escalofrío. Con delicadeza coloqué el mocasín, que en el momento me pareció un disfraz grotesco para un pie tan pálido que dejaba adivinar el trazo de sus venas. Calibré el ajuste del zapato. Sin soltarlo, miré a la mujer que se mantenía rígida en el asiento.
-Si me permite, creo que le queda muy justo. Le traeré medio número más.
Deposité su pie en el suelo. La mujer no lo movió ni un milímetro. Recorrí ligeramente su empeine con mis uñas, al tiempo que le miraba los labios.
-Los pies son nuestro único apoyo. Hay que tratarlos bien.
La boca de la mujer se entreabrió instintivamente. Mucha humedad para una mujer de apariencia tan seca.
Tomé la caja y me alejé. Ella continuó inmóvil, sin atreverse a seguirme con la mirada. Después, la vi voltear a su alrededor, contenida. Era temprano, la tienda estaba casi vacía. Las demás vendedoras se mantenían ocupadas en el teléfono, arreglando escaparates o sacando el inventario en la bodega. Cuando regresé, la mujer me sonrió mesurada y estiró el pie. Se llevó los mocasines y unos zapatos de tacón que -le hice ver- realzaban la extraordinaria curva de su empeine.
Regresó a la semana con la idea de cambiar los mocasines. Le mostré entonces unas alpargatas importadas con lazos sobre el tobillo. No tuvo reparo alguno en que atara y desatara alpargatas de gabardina, de cuero, de tela, con adornos, con punta descubierta, con plataforma de madera... Mis dedos subían, resbalaban, se montaban, se introducían en los pliegues de su piel. Mientras memorizaba sus plantas con el tacto, su falda me permitía adivinar el roce de unos muslos blancos, alejados del sol y extrañamente descubiertos bajo la luz neón.
-Las botas están en rebaja –insinué, al tiempo que podía observar el inicio de su ropa interior bajo la falda.
Le mostré unas botas de cuero negro que llegaban más arriba de la rodilla. Se rió apenada y las apartó.
-Pruébeselas. No pierde nada -insistí.
-No estoy en edad.
-Nada de eso. Se las puedo traer en su número, tan sólo para que usted vea cómo le quedan.
Ella no hizo el menor movimiento para rechazarlas, así que asumí mi papel. Descalcé -como si fuera un ritual- las alpargatas verdes que permanecían atadas a su tobillo. Le dejé sentir mi respiración sobre su empeine y acomodé su pie entre mis muslos arrodillados. Introduje la bota, acariciando el cuero que yo guiaba, ascendente, sobre su pierna. Escuché cómo retenía ligeramente la respiración cuando acabé de subir el cierre y metí los dedos entre ella y el cuero.
-Es importante dejar respirar la piel- le dije, mientras con las uñas recorrí el cerco que imponía la bota en su entrepierna. –Véase en el espejo- Mi voz sonó rara, ronca, contaminada de una autoridad recién nacida, esa que deviene de poseer en cuerpo y alma, aunque yo sólo vendiera zapatos.
La mujer modeló las botas con torpe excitación, como una adolescente que acabara de descubrirse los pechos más crecidos. Yo, de brazos cruzados, contemplaba su reflejo. No miraba las botas, sino a la mujer transformada en un territorio más amplio. Su sonrisa era la victoria. Después del embeleso, la mujer se descalzó, tomó las botas y me las entregó en mano.
-Gracias, no. Quizá otro día.
Le sonreí de vuelta.
-Aquí estaré para servirle.
Ella se alejó con la mirada fresca. Al cliente lo que pida.
Hasta hoy ésa es mi respuesta, pero las personas no creen que sea así de simple. Imaginan que se necesita más para pasar en poco tiempo de vendedora a jefe de piso y después a supervisora. Ahora me han ofrecido un cambio de departamento. A partir del mes próximo mis clientas me encontrarán en Lencería. Y ahí, por supuesto, seguiremos en lo dicho.

jueves, febrero 16, 2006

:::: El ultimo piso

Mariví Cerisola
Llegó al hotel casi a las cinco de la madrugada. Pronto amanecería. El conserje la recibió tallándose los ojos, aturdido de sueño y con la mitad de la camisa fuera del pantalón; pero en cuanto la observó, supo que estaba frente a una legítima hembra. De esas que por aquel lugar poco o casi nunca se dejaban ver. Ella le echó un vistazo: No está mal el wey, ¿Por qué no?... Se alzó de hombros sonriendo. La noche había estado delirante: uno, dos, tres tipos. El tercero había sido el mejor, como todas las veces: alguno siempre superaba a los otros. Tomó la pluma y se registró. -Quiero un cuarto en el último piso. Después de lanzarle una coqueta ojeada al portero, con llave en mano, se fue a la habitación seguida por la lujuriosa mirada masculina. Así era siempre, desde el inicio de su historia.
El cuarto estaba en penumbras. -Ay qué delicia. Voy a dormir hasta la hora de la cena. Estoy agotada. Se asomó por la ventana para recrearse con el espectáculo luminoso que estaba a punto de extinguirse. Le fascinaba mirar las luces de lejos, esos brillos sorprendentes, caprichosos. -¿Y si extendiera el brazo? ¿Podría tomar un puñado de resplandor entre mis manos? Nunca. De un jalón cerró las cortinas y empezó a desvestirse. Mientras se quitaba el sostén de encaje negro evocó los ojos de ¿Arturo? Creo que ese era su nombre y le pareció que ahí mismo estaba esa mirada perpleja, suplicante, casi como si pudiera tocarla, sentirla de nuevo. Todo era lo mismo, con todos era igual. Primero el deseo y después...
Tuvo el impulso de embelesarse consigo misma y verse en el espejo. No tenía caso, ¿Para qué? Las pantys oscuras cayeron al piso y sus piernas se movieron libres, frescas, desnudas. Embriagada de recuerdos paseó las manos sobre su piel resucitando las caricias acumuladas, los besos, las voces enardecidas y las ganas, siempre las ganas. -Ay, estos hombres! eternamente andan ganosos y gracias a ese apetito yo no paso hambres. ¿Cuántos habían desfilado por su vida? Absurdo hacer cuentas, hace siglos que me dedico a esto.
Después de quitarse la ropa se metió entre las sábanas. Palpar el frío de la tela sobre su cuerpo desarropado le causaba un goce exquisito. El encanto de dormir en hoteles distintos era algo inevitable. Percibía las historias que estaban caladas en cada rincón de las habitaciones: secretos, esencias, gotas derramadas, intimidades.
Se acomodó boca arriba poniendo los brazos sobre su pecho y cerró los ojos. Varias imágenes deambularon dentro de su cabeza: ella nacida, ella adolescente, ella mujer. El encuentro nocturno aquella noche otoñal en el parque, la boca masculina reconociendo su dermis y luego, ella lozana, perpetua, eterna, virginal, inmortalmente joven.
Sonrió, sacó la lengua despacio y la anduvo por las comisuras de sus labios. Aún quedaban rastros de sangre. Sintió sed, tuvo deseos. Quiso ir en busca del hombre de la administración, tocar sus brazos, tórax, cuello...alcanzó un espasmo de placer. -Mejor al rato, cuando anochezca. Será otro más. Cuestiones de casta.
Se quedó hondamente dormida.
Dentro de la habitación: oscuridad total. Sólo el filo de sus colmillos resplandecía del mismo modo que las luces de la ciudad que agonizaban afuera.
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:::: Mariposa


Mariposario
Fotógrafo: Amélie Olaiz


Mariposa
Yudi Kravzov

Entré a su cuarto en silencio y la encontré dibujando. Me senté a su
lado y le dije:
—Me convertí en mariposa en cuanto me hice madre.
— ..y si me voy de pronto, ¿te conviertes en gusano?— preguntó mi hija con la crueldad ingenua de una niña de seis años.
—No, una mariposa se muere como mariposa— conteste, sintiéndome gusano; a los seis años ella estaba lista para abandonarme.
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Fotógrafo: Amélie Olaiz
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Desde hoy
Yudi Kravzov

Desde hoy puedes hacerme el amor
en cualquier rincón de esta casa,
menos en la cama;
ahí solamente quiero dormir.
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