Esta galería de autores contemporáneos se creo en 2004

jueves, febrero 23, 2006

24 y ½



Jeux de Nymphes
Auguste Rodín



Virginia Hernández Reta


Con frecuencia las compañeras me preguntan qué he hecho para llegar tan rápido a donde estoy. Sonrío y siempre doy la misma respuesta: “Al cliente lo que pida.” Las incrédulas se alejan mirándome de reojo como si guardara un secreto mayor. No lo hay.
Empecé como vendedora en el departamento de zapatería para damas. Recuerdo bien la tarde en que llegó al almacén la que sería mi primer cliente. Era una mujer madura y delgada. Con voz austera me pidió unos mocasines marrón en talla 24 y ½. De regreso, con la caja en las manos, me arrodillé frente a la mujer y la descalcé cuidadosamente. Me miró extrañada, pero no abrió la boca. Con toda suavidad introduje mis manos debajo de su pantalón y, desde la rodilla, fui quitándole la media.
-No hay manera de disfrutar realmente un zapato sino es piel contra piel.
Sentí cómo se erizaban los finos vellos al paso de mis dedos. Mis manos rodearon su pantorrilla, demasiado llena para el resto de su cuerpo, y deslicé la media con lentitud hasta dejarla caer, vencida, sobre el tobillo. Volví a tomarla por la punta mientras con la otra mano acariciaba el talón endurecido. Retiré la media del empeine, como se quita un guante largo. Antes de calzarle el zapato derecho, tomé la punta de sus dedos entre mis manos y acaricié morosamente las yemas. Como un accidente, pasé mi palma por el arco del pie y lo sentí encogerse en un mudo escalofrío. Con delicadeza coloqué el mocasín, que en el momento me pareció un disfraz grotesco para un pie tan pálido que dejaba adivinar el trazo de sus venas. Calibré el ajuste del zapato. Sin soltarlo, miré a la mujer que se mantenía rígida en el asiento.
-Si me permite, creo que le queda muy justo. Le traeré medio número más.
Deposité su pie en el suelo. La mujer no lo movió ni un milímetro. Recorrí ligeramente su empeine con mis uñas, al tiempo que le miraba los labios.
-Los pies son nuestro único apoyo. Hay que tratarlos bien.
La boca de la mujer se entreabrió instintivamente. Mucha humedad para una mujer de apariencia tan seca.
Tomé la caja y me alejé. Ella continuó inmóvil, sin atreverse a seguirme con la mirada. Después, la vi voltear a su alrededor, contenida. Era temprano, la tienda estaba casi vacía. Las demás vendedoras se mantenían ocupadas en el teléfono, arreglando escaparates o sacando el inventario en la bodega. Cuando regresé, la mujer me sonrió mesurada y estiró el pie. Se llevó los mocasines y unos zapatos de tacón que -le hice ver- realzaban la extraordinaria curva de su empeine.
Regresó a la semana con la idea de cambiar los mocasines. Le mostré entonces unas alpargatas importadas con lazos sobre el tobillo. No tuvo reparo alguno en que atara y desatara alpargatas de gabardina, de cuero, de tela, con adornos, con punta descubierta, con plataforma de madera... Mis dedos subían, resbalaban, se montaban, se introducían en los pliegues de su piel. Mientras memorizaba sus plantas con el tacto, su falda me permitía adivinar el roce de unos muslos blancos, alejados del sol y extrañamente descubiertos bajo la luz neón.
-Las botas están en rebaja –insinué, al tiempo que podía observar el inicio de su ropa interior bajo la falda.
Le mostré unas botas de cuero negro que llegaban más arriba de la rodilla. Se rió apenada y las apartó.
-Pruébeselas. No pierde nada -insistí.
-No estoy en edad.
-Nada de eso. Se las puedo traer en su número, tan sólo para que usted vea cómo le quedan.
Ella no hizo el menor movimiento para rechazarlas, así que asumí mi papel. Descalcé -como si fuera un ritual- las alpargatas verdes que permanecían atadas a su tobillo. Le dejé sentir mi respiración sobre su empeine y acomodé su pie entre mis muslos arrodillados. Introduje la bota, acariciando el cuero que yo guiaba, ascendente, sobre su pierna. Escuché cómo retenía ligeramente la respiración cuando acabé de subir el cierre y metí los dedos entre ella y el cuero.
-Es importante dejar respirar la piel- le dije, mientras con las uñas recorrí el cerco que imponía la bota en su entrepierna. –Véase en el espejo- Mi voz sonó rara, ronca, contaminada de una autoridad recién nacida, esa que deviene de poseer en cuerpo y alma, aunque yo sólo vendiera zapatos.
La mujer modeló las botas con torpe excitación, como una adolescente que acabara de descubrirse los pechos más crecidos. Yo, de brazos cruzados, contemplaba su reflejo. No miraba las botas, sino a la mujer transformada en un territorio más amplio. Su sonrisa era la victoria. Después del embeleso, la mujer se descalzó, tomó las botas y me las entregó en mano.
-Gracias, no. Quizá otro día.
Le sonreí de vuelta.
-Aquí estaré para servirle.
Ella se alejó con la mirada fresca. Al cliente lo que pida.
Hasta hoy ésa es mi respuesta, pero las personas no creen que sea así de simple. Imaginan que se necesita más para pasar en poco tiempo de vendedora a jefe de piso y después a supervisora. Ahora me han ofrecido un cambio de departamento. A partir del mes próximo mis clientas me encontrarán en Lencería. Y ahí, por supuesto, seguiremos en lo dicho.

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