Ernesto Guzmán Lechuga
Al entrar una perra gorda se me acercó moviendo la cola. Estaba a punto de darle un puntapié al hocico que olfateaba mi zapato, cuando sonaron unos gritos femeninos: ¡Sabina, ven para acá!.
El animal corrió hacia el fondo del patio, en dirección a una casa de colores pastel rodeada de pasto que, si no fuera por una gigantesca antena parabólica en el techo, sería igual a la cabaña de Ricitos de oro. La perra se echó junto a una mujer que jugaba con una pareja de niños. Sin duda, supuse, mamá dedicando el domingo a los hijos mientras su esposo se distrae con el fútbol de la televisión.
Nunca imaginé que el Foro de la Conchita fuera un lugar mitad residencia familiar y mitad teatro. Tuve la desagradable impresión de asistir como invitado a una casa con teatro propio pero con sus infaltables perro y escuincles. En fin, lo importante estaba en la obra que, según algunos comentarios, seguramente me daría más que entretenimiento.
A un lado de la puerta que daba al pequeño foro, había una banca donde algunas personas también esperaban. Una pareja de jóvenes contemplaba a la mujer de los niños: Qué padre ¿no? Decía la muchacha metiendo la nariz en el cuello del novio.
Por fin un empleado, el mismo que atendía la taquilla, avisó que podíamos pasar al foro. Al iluminarse el escenario, para mi sorpresa, la perra apareció sobre éste.
Ahora formaba parte de otra familia en apariencia igual de armoniosa que la suya. Pero sólo en apariencia, porque ésta era una de las creaciones de un demiurgo que acostumbraba mostrar el infierno que siempre existe tras el maquillaje de la cotidianidad.
Un joven juega cariñosamente con su mascota y la hermana llega a molestarlo con apodos y a decirle que a los papás no les gusta que la perra esté dentro de la casa. Así iniciaba la obra teatral, dando la impresión de un hogar común y corriente; como el de afuera, como el que pretendían formar la pareja de novios a mi lado. No podía ser cierto, en seguida empezó a brotar una realidad de deseos incestuosos y de odios incontenibles. Me resigné a sumergirme en esa realidad oculta y a olvidarme de esas familias ideales e imposibles, donde únicamente hay lugar para la felicidad y el amor.
Fui el último en salir de la sala, aún con la imagen de la mujer que finalmente queda convertida en la esfinge creadora de maravillas; con el recuerdo de ese rostro feliz ya para siempre, gracias, en gran parte, a la magia de un fetiche. Un auténtico Pez-diablo que, según se decía, fue traído de Veracruz para darle más verosimilitud a la obra. Al final, el pescado abierto por la mitad (en verdad daba la apariencia de un rostro luciferino) quedó solitario en el escenario, recibiendo también los aplausos, como si supiera que él había sido el causante de que el antiguo orden que ahí imperaba se rompiera.
En la calle el ambiente de Domingo se hacía más evidente conforme me acercaba al centro. Ese día Coyoacán pertenecía a las familias. Los padres visitando la iglesia, los niños con sus algodones de azúcar y los más grandes alrededor de los músicos y pintores callejeros. Pensé que no sería raro que allí me encontrara a mis parientes también.
No, mi familia estaba en la casa cuando llegué: reunión dominical. Mi cuñado, acostado sobre el sofá de la sala, sólo me dirigió una mirada de fastidio cuando lo saludé. Vi a mi cuñadita pensando que cada día se ponía más buena y que por qué no, a lo mejor un día de estos... En la recámara mi esposa y mi mamá se callaron cuando iba a entrar. Deseé que hubieran seguido comiéndose mutuamente como cuando se conocieron; pero no, ahora estaban aliadas, ya tenían un enemigo en común. No entré, lo mejor y más seguro era la biblioteca. Mientras me alejaba alcancé a oír a mi esposa: ha de venir tomado otra vez, fíjese que...
En la biblioteca, como esperaba, no había nadie. Acomodé el saco en el respaldo de una silla. Me senté y mi vista se detuvo en él: quizás la felicidad sea posible. Recordé la obra de teatro y concluí que ahí la única que se salvaba era la madre; gracias a que ella había logrado realizar sus sueños mediante la magia de ese fetiche que apareció tras su altar, sin que nunca se supiera quién lo había colocado allí.
Sí, yo no necesitaría más que una ayuda de ese tipo para escapar al infierno que estaba justo en mi casa. Vivir lo que siempre había anhelado en compañía de alguien a quien en verdad quisiera; desaparecer de una buena vez a esa gente que me iba a volver loco. ¿Qué hacer? no podía esperar a que me metieran a un manicomio como querían hacer con la mujer de la obra. Afortunadamente siempre hay alternativas. Sí, seguro que las hay.
En ese momento de insólita esperanza, entró mi esposa, como si adivinando mi bienestar quisiera romperlo.
—Oye, menso, orita que iba a agarrar el coche vi una colilla pintada de rojo. ¿A quién subes al carro, eh?
—Cálmate ¿pues a quien quieres que suba? A veces le doy aventón a algunas compañeras, ya te lo he comentado—. Le contesté, sabiendo que lo que buscaba era armar una pelea ahora que sus parientes estaban allí.
—Nada más a eso sales ¿verdad? Pero ya te dije: yo también puedo pagarte con la misma moneda.
—Sí, sí. Haz lo que quieras. Y mejor ya déjame solo. Quiero descansar un poco. ¡Ah! y por ahí le dices a tu hermanita que me traiga un refresco ¿no?
—¿Qué? Ve tú. Mi hermana no está para servirte—. Agregó cuando salía, mirándome recelosa. Algún día cuñadita, volví a pensar, sucede en las mejores familias.
Decidido a terminar de una vez con todo aquello, en cuanto salió mi esposa azotando la puerta, me levanté para tomar mi saco. Respiré hondo antes de introducir mi mano en el bolsillo interior. Al sacarla contemplé con una mezcla de miedo y esperanza el fetiche de Pez-diablo, que ahora en el teatro nadie, tampoco, iba a saber quien se lo llevó.
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