José Luis Sandín
Ahora que iba al centro comercial, no supe qué pasó. Tuve que tomar una desviación con el consecuente cambio de ruta, agarrar un tramo de carretera que, a esa hora, por fortuna estaba vacía, o debía estarlo.
Al tomar la oreja del trebol y mirar para incorporarme, no transitaba ningún coche. Justo al entrar en la carretera me sentí agobiado al verme rodeado por los automóviles, "pero ¿de dónde salieron todos estos?". Y continué atrapado entre la multitud que me llevaba con su corriente de metales y gomas negras.
Un pequeño hueco se abrió a mi derecha y pude colocarme de nuevo en el carril derecho y abandoné en la siguiente salida, varios kilómetros adelante. "Una nueva desviación", y lancé una mirada a la carretera que ahora lucía un vacío de desierto.
Al volver a casa, estabas mirando la tele. En tu cara se asomaba algo similar a la satisfacción mezclada con la sorpresa. Las noticias exhibían un coche como el mío que, tras perder el control, había ido a parar al fondo del río. Una toma rápida mostró la placa con letras y números. Palidecí, la sangre se me volvió de hielo, la piel se tensó con el crujido de un papel arrugado.
También entendías lo ocurrido, pero no mostrabas ningún dolor. ¿Mi dolor?, se transformó poco a poco en coraje e impotencia de hacer o decirte algo. Iba a reclamarte cuando cambiaste de canal; el sonido metálico de una llave al penetrar la cerradura, los giros, el golpeteo familiar del llavero, me alertaron y me hicieron mantener mi silencio.
—¡Ya estoy aquí!
Y era yo mismo entrando a casa, con una gran dicha en la cara. Cruzó —más bien, crucé— a mi lado sin verme y llegó (llegué) hasta ti.
—No vas a creer lo que me pasó, dijo (o dije).
—Pero ¿que te ha pasado que vienes hasta pálido?
—Ahora que iba al centro comercial —te empezó a decir—, no supe qué pasó. Tuve que tomar una desviación...
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