Alberto Ruy Sánchez, México.
En una ciudad de Bali entretejida de arrozales y jardines, una mujer bellísima, Ayú, cultiva el más extraño que yo he visto: con miel, entre ceja y ceja, se pegaba nueve granos de arroz. Pregunté a mi amigo Katut sobre esa extravagancia. Sonrió, suplicándome que yo nunca contara lo que él estaba a punto de mostrarme. Seguimos discretamente a Ayú, hasta una casa de masajes que se encuentra en la calle del Bosque de los monos. Se entra por un patio de muros bajos de ladrillo, que es un templo. Detrás de una columna escuchamos a otra mujer que le preguntó en tono de burla:
¿Ya regresó tu dios azul?
Ayú, indignada, no respondía. Pero cada tarde alquilaba una de las terrazas de masaje y esperaba…
¿A su amante?, pregunté.
No, está convencida de que Shiva mismo vino a hacerle un masaje la otra noche. Tan profundo que le tocó el corazón, por dentro.
¿Cómo, por dentro?
Sí, la semana antepasada, que hubo luna llena, Ayú vino a tomar un masaje. Se instaló desnuda en la sala que usa siempre pero se durmió esperando. Yo terminé mi trabajo en el arrozal, prosiguió Katut, y vine a tomar mi clase semanal de masaje. También olvidé que en luna llena todos los empleados aquí se van al templo principal de la ciudad. Cantan y bailan y hacen ofrendas por un par de horas. Entré por error a donde Ayú dormía y, sin mirarme, dio órdenes tan firmes que pensé que era mi nueva maestra. Las seguí con esmero. Tanto que los dos fuimos muy felices.
Nos amamos y nos quedamos dormidos. Cuando regresaban las masajistas, las escuche reír en el patio de entrada, me di cuenta del equívoco y escapé en silencio antes de que nadie me viera. Cuando Ayú despertó yo me había ido. Ellas le juraron que nadie estuvo ahí. Que había soñado. Pero Ayú tenía una prueba de la presencia que había hecho florecer sus deseos. De mi camisa habían caído sobre la cama varios granos de arroz y nueve, con mi sudor, quedaron pegados en su frente mientras dormía. Y eso, ella insiste, 'en la última luna llena de 1999, es un claro mensaje de Shiva. Una indicación de cómo dirigirse a él, de cómo hacerle ofrendas'. Desde entonces Ayú renueva y ofrece ese jardín entre sus ojos. Algunas mujeres en la ciudad ya la imitan. Y hasta algunos hombres también. En cada grano de arroz, observado verticalmente, Ayú ve la representación de un Lingam (el falo del dios Shiva) mágico y diminuto, para llevarlo en la mente y en la frente, y que así le recuerda sin falta su enorme felicidad.”
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