Agustín Monsreal
A Jorge Esma
Nunca conocí a mis padres ni supe quiénes fueron. Nada
de familia, por lo tanto. Solo en el mundo, sin raíces. Pasé los primeros siete
años de mi existencia entre las paredes de un gris orfelinato donde me
enseñaron, entre otras cosas, lo que son las humillaciones, el desamor, la
ruindad, la precariez; por mi parte, aprendí que debe uno vivir siempre con los
ojos bien abiertos y no esperar jamás nada de nadie. Crecí y me hice, más que
un hombre solitario, un hombre suspicaz, huraño, rencoroso y tal vez, triste.
No lo sé. Es difícil pasar la infancia y la adolescencia en el núcleo de la
tormenta. En una época, durante mi juventud, confundí los temerarios placeres
de la carne con el amor, y esas experiencias periféricas, esos goces
indefendibles de la epidermis sólo me arrastraron a la irritación, a la
indolencia, al suplicio del hastío, a una sensación obstinada, irremediable de
naufragio. En un par de ocasiones traté de modificar mi historia al lado de una
mujer y de formar una familia (me perseguía en ciertas noches de insomnio la
idea de tener hijos y, por medio de ellos, compensar el afán doliente,
misterioso de ser padre de mí mismo), pero a la vez me defendí del propósito ya
que veía en las relaciones de pareja una trampa, un hostigamiento sin remedio,
una risa falsa. Así, los apremios y rigores de la soledad se me convirtieron en
marchita costumbre, y transcurría por ella sin pasiones, con escasos impulsos
de entusiasmo, alejado de cualquier esperanza. El día posterior no sería
distinto de los innumerables días anteriores. Y un día los días acabarían, y
ya. Por esto, las fiestas decembrinas me resultaban intolerables; la fortuna
del resto de la gente me echaba en cara mi desventura, recrudecía el agravio
amargo de mi desgracia. Sin embargo, el año pasado un hecho mudó por completo
el rumbo de mi destino.
La noche del 29
de diciembre, al regresar a mi departamento, hallé una tarjeta que alguien
había deslizado debajo de la puerta. Decía: "Querido Aurelio: Mucho nos
honraremos si nos hace usted el favor de acompañarnos en nuestra cena de Año
Nuevo. No sabe cuánto deseamos que así sea." Firmaban Rodolfo y Amelia
Jaimes. Con letra más pequeña, venía anotada la dirección. Yo no tenía amigos
propiamente dichos, de modo que pensé podría tratarse de una burla sangrienta
por parte de mis compañeros de la oficina (hasta imaginaba oír sus carcajadas
vulgares y estúpidas). No obstante a la mañana siguiente, para solventar la
ingobernable aprensión que me acometió en cuanto desperté, me dirigí al sitio
anotado en la tarjeta. Comprobé que el señor y la señora Jaimes realmente
vivían ahí; el jardinero se encargó no sólo de confirmarlo sino de sorprenderme
con su comentario: "Ya sabe usted que no suelen estar a estas horas."
Y sin darme oportunidad de replicar nada, me preguntó si había recibido el
sobre que por su conducto me habían mandado los señores. Le contesté vagamente
que sí y al irme, atolondrado, apresurado, todavía lo escuché decir: "Les
va a dar un gusto enorme saber que vino."
La noche del 31,
impelido por un resorte ciego, aguijoneado por una oscura convicción,
impaciente por descifrar las claves de ese juego ilegítimo y mitigar mi
ansiedad, puntualmente me presenté en el domicilio de aquellas personas. Rodolfo
abrió la puerta y me recibió con un abrazo hospitalario, perturbador; me
condujo a la sala y me ofreció de beber; yo le respondí con una amabilidad
forzada, incómoda. En eso apareció Amelia, que también me estrechó cálida,
cariñosamente; pronunció mi nombre con una voz dulcísima, muy fina, y
procurando retenerme en sus pupilas me contempló tan leal, tan limpiamente que
me hizo estremecer. Su actitud sencilla, pulcra, emocionada, movía de lugar
todas mis expectativas. Al principio me mostré evasivo, cauteloso y alerta para
descubrir dónde estaba la estafa, cuál era el motivo oculto de esas atenciones,
de ese afecto, de ese contento desbordante que doblegaba gradualmente mi
frialdad y mis resistencias, ablandándome, aflojando las ligaduras que el recelo
había anudado en mi garganta y en mi pecho; la satisfacción comenzó a dibujarse
en mi rostro cada vez más amplia, más espontánea, más sincera. Al cabo de un
par de copas de vino y un rato de relajada conversación, Amelia se levantó a
poner algo de música y nos invitó a pasar a la mesa. Mi perplejidad, mi
asombro, iban en aumento.
El comedor estaba inundado de luz. La atmósfera era de
intimidad y de fiesta. A lo largo de la cena y después de ella, la plática
estuvo concentrada en mí. Para los Jaimes era yo un viejo y querido amigo; se
hallaban encantados con el reencuentro; como si en efecto nos conociéramos de
tiempo atrás, preguntaban por mi salud, por mi trabajo, por mis relaciones
personales, por mis planes para el futuro inmediato. Resultaban fascinantes la
naturalidad, la calma, la buena disposición de su trato, su desenvoltura
delicada y persuasiva; el abierto interés que ponían en mis cosas, mis
pensamientos y mis sentimientos, me inducía a creer que aparte de mí no había
otra persona en este mundo que pudiese importarles. En definitiva, no
vislumbraba en su comportamiento ni una sola señal deshonesta o de intenciones
agazapadas. Rodolfo poseía una expresión digna, seria, sensata; la de Amelia
era serena, bondadosa; sus ojos resplandecían con un brillo claro, suave, lleno
de admiración y fervor hacia mí; sus manos, breves y elegantes, de modales
comedidos, tendían a tocar levemente mi brazo cuando me hablaba y detenía en mí
su minuciosa sonrisa, demorándola como para que penetrara hasta mi alma. Por fin,
cautivado, rendí mi última renuencia ante su dulzura; me dejé absorber por esa
entrega colmada de auténtica generosidad y llegué a considerarlos mis amistades
más entrañables.
Al momento de la
despedida, que hubiese deseado posponer indefinidamente, me agradecieron el
haberles permitido recuperar algo indispensable, insustituible, y yo, que
ignoraba a qué se referían, les dije que la remembranza había sido aún más
grata para mí y externé un alborozo genuino por aquella velada extraordinaria.
Para entonces experimentaba en lo más hondo de mi ser, que de veras me unía a
ellos un lazo afectivo muy cierto, una ternura muy antigua. Puesto que jamás
había vivido nada semejante, adquiría mayor significado y representaba un
privilegio, un regalo esencial e inmerecido. Sin comprometernos a fijar fecha,
acordamos que pronto nos volveríamos a ver. La alegría inundaba de calor mi
pecho, mi mente enfebrecida no ambicionaba comprender nada, era bastante
adivinar en mi interior una plenitud tan grande, y dispuesto a disfrutarla por
entero caminé hasta mi departamento.
Los días posteriores, mi cerebro continuó negándose al
menor razonamiento, adormecido en esa placidez total e inesperada. Y, buscando
cómo corresponder a la espléndida amistad que me habían brindado los Jaimes,
les compré unos obsequios. Amparado en el pretexto del Día de Reyes y guiado
por un anhelo de hijo pródigo, fui de nuevo a verlos. Con espanto, con horror,
descubrí que la construcción donde había estado apenas seis días antes, ahora
era un lote baldío, abandonado al parecer desde años atrás. Unos vecinos del
lugar validaron esta suposición y añadieron que el predio andaba en líos
judiciales pues sus propietarios, los hermanos Jaimes, que nunca se casaron,
murieron intestados y sin descendencia. Estuve a punto de perder el juicio. Lo
primero que pasó por mi cabeza fue que el continuo aislamiento había engendrado
la mistificación; no tenía sentido esto que pasaba, ningún sentido. No sabía
qué pensar, no encontraba un marco de referencia, un mínimo asidero que me
sirviese para entender lo que sucedía. En algún lugar debía de haber un orden
que se impusiera sobre lo se quebraba ante mí, dentro de mí. Víctima de un
tenaz desvarío, mi voluntad adelgazada al máximo amagaba con saltar en pedazos.
Una y otra vez iba a pararme frente al terreno huérfano, a verificar la
ausencia de la casa inventada por la porción más engañosa de mi fantasía. No
poca gente se mostraba inquieta por mi salud, y murmuraba a mis espaldas acerca
del deterioro que padecía mi lucidez. Pero yo no lograba, ni quería,
desprenderme de las imágenes de Amelia y Rodolfo Jaimes, me habían hecho tanto
bien, los necesitaba tanto. Con frecuencia, ya fuera dormido o despierto, tenía
la impresión de que estaban cerca de mí, de que hablaban conmigo, velaban mi
sueño y me protegían con sus palabras, sus caricias, su amor. Más allá de lo
que esta circunstancia pudiera suponer de desproporción y delirio, la sola idea
de perderlos para siempre me provocaba un dolor seco, sordo. Su recuerdo en
cambio me hacía sentir menos solo, amanecía y anochecía conmigo, aligeraba la
carga de mi vigilia, era un reto del corazón más que de la inteligencia. Sin
embargo, la repetida anestesia del trabajo, la sumisión a las ocupaciones
triviales de la rutina, empezaron a rescatar de su fragilidad a mi espíritu. En
vano, durante meses y meses me obsesioné por hallar una explicación a lo que
carecía de ella. Había sufrido una pesadilla, un desajuste emocional severo,
una alucinación que cobró apariencia de realidad. Nada más eso. Por terrible
que pareciera, no pasaba de ser nada más que eso: una ofuscación, un trastorno
pasajero. No obstante, como amenaza contra mi cordura, permanecía aquella
tarjeta guardada en un cajón de mi escritorio.
Hoy, 29 de
diciembre, a medianoche, redacto estas líneas, y lo hago porque dudo que mis
facultades mentales soporten el nuevo encuentro. Hace escasamente una hora
recibí una invitación idéntica a la del año anterior y he decidido, a pesar del
riesgo que representa para la estabilidad de mi conciencia, ir a cenar con mis
amigos. Lo que ellos me conceden es más grande que el aprecio por mi vida
misma. Por eso mi determinación de asistir. Ignoro si todavía existe un mañana
para mí. En todo caso, ya no importa. Lo único que sé es que agradezco la felicidad,
y la acepto.
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