Esta galería de autores contemporáneos se creo en 2004

lunes, marzo 12, 2012

Una paloma

Donají Olmedo
Cuando Efraín entra, miras hacia el piso con ojos muy abiertos como si buscaras algo diminuto en la superficie irregular del mosaico. Este día la lluvia cae con fuerza y la cafetería es el refugio adecuado para varios de los clientes que en ese momento ocupan  el local.  Conoces la rutina de Efraín: acudir al Rívoli de lunes a viernes al término de su jornada laboral para cerrarla con su bebida favorita.  
     Después de solicitar un espress doble en la barra, Efraín se quita la gabardina, coloca en el suelo su portafolio y se sienta en una de las mesas. De reojo lo ves. Tiene algunas canas en las patillas y en la barba de candado que tanto te gustaba, y continúa acicalándose el pelo con esos movimientos rápidos de atrás hacia adelante que siempre le erizaban el peinado.  Bright moments suena leve a través de las bocinas colgadas sobre repisas. En las paredes rojas, las  sombras de los clientes se distienden como guardianes nocturnos; mesas chaparras le aportan intimidad al ambiente sutil. 
     Muchas veces planeaste y en varios escenarios este momento.  Ante el espejo ensayabas los gestos, el movimiento de tus manos, las palabras adecuadas; te vestirías de colores fríos porque, según tú, debías trasmitir el mensaje con tranquilidad.  Para decidir el lugar conveniente: el restaurant donde come o la cafetería, tardaste dos años y a este último lo definiste como espacio neutral, sitio de excusa para encuentros;  por eso fue designado.  La fecha resultó para ti un conflicto mayor. Viviste pocos meses tranquila sin pensar en elegir; y en muchos te invadía la angustia.  Los más te sumergías en laberintos de insomnio e inquietud.  En ese vaivén transcurrieron seis años.
     Hoy llegas a la cafetería en este día nublado que amenaza con disparar gotas gruesas de lluvia como las que te llueven en el alma y sin vestir ninguno de los atuendos que compraste para la ocasión.  Tu imagen se refleja en los vidrios de la entrada del Rívoli; la miras un momento e intentas reconocer a la mujer desaliñada, ojerosa y sin peinar.  Mejor agachas la cabeza y entras.
     Faltan treinta minutos para el arribo de Efraín.  Cuando ves la hora en tu reloj pulsera, sientes un impulso de salir corriendo y perderte entre las calles; logras dominarte  con los puños apretados. No quieres café, son suficientes los recuerdos para mantenerte alerta y con el corazón en vilo.  El mesero sirve el té que solicitaste y, al mismo tiempo, mira tus manos; entonces, ve los rasguños y por instinto las escondes. No te molesta la seña en círculo que hace alrededor de su oreja cuando se dirige hacia la barra; otra mesera secunda la befa, tal vez no están equivocados.
     Flashazos iluminan tu cara, son los relámpagos que dan la bienvenida a la tormenta; llega brusca, lanzando en cortinas chorros de agua.  Es inevitable, empiezas a llorar al tiempo que el cielo se desgrana; ráfagas de viento le escupen a las gotas, deformándolas; el ventarrón se filtra sin obstáculos al  Rívoli.  Hay algunas mesas vacías; el ruido de la lluvia y el murmullo humano opacan el castañeo de tus dientes. Dos hombres sentados en la mesa de la entrada han descubierto que lloras, te miran por momentos con discreción. Este día muchas cosas están en tu contra; el ambiente, tu atavío y el principal: lo indefectible. Sabes que hablar de vida, de nacimiento, es diferente a dialogar de muerte.  Dar una noticia de pérdida sin haber anunciado antes la ganancia resulta ambiguo.  El tiempo se comió el momento adecuado y lo permitiste.  Durante seis años tu hijo ahuyentó tu soledad y te dio alegría.  Hoy el dolor es grande, te despiertas a diario de un sueño no reparador, sintiendo el fantasma del beso infantil. Echas de menos sus ojos grandes, sus travesuras, sus hoyuelos, su mirada condescendiente cuando lo reprendías.  Entras a su recámara que no has logrado desocupar, el dolor que experimentas te lacera; a veces, temblando, imploras tu muerte para escupir esa opresión en el pecho que te impide respirar. Existen momentos en los cuales revientas maldiciones, te enojas con las circunstancias; luego estás agotada, abrazas sus ropas y besas sus fotografías.  Un día deseaste que Efraín estuviera a tu lado y, desde entonces, la idea de compartir el dolor no ha dejado de dar vueltas en tu cabeza.  Por eso estás en la cafetería.  
     Por un momento dudas de que él llegue, la lluvia no cesa, se encuentra en lucha intermitente con el viento.  Miras el piso cuando al fin él pasa a tu lado; después, se sienta en la mesa contigua. 
     El espress de Efraín ya está sobre su mesa; se agacha para sacar un libro del portafolio y, entonces, te ve. Esa mirada tan tuya, bien cocida, espesa, jala la de él.  Estás más delgada, tú pelo corto lo hace dudar.  Seis años no son demasiados o quizá no son de importancia cuando existió atracción y armonía. 
     El conflicto de nuevo aparece en ti,  enfrentas la indecisión sin desviar los ojos del suelo; entonces (en esta cafetería rodeada de locales y edificios, donde vive la rutina) vuela una paloma gris y blanca.  Ni tú ni Efraín logran definir con exactitud de dónde sale.  Hilos sin nombres te jalan.  Te pones de pie cuando él se dirige hacia ti.  Sin darle tiempo para nada, sales a llorar con la lluvia, a cargar sola el duelo con las mismas piernas con las que cargaste tu demodé.       

1 comentario:

silvestre dijo...

Me encantó