Donají Olmedo
Cuando Efraín entra, miras hacia el piso con ojos muy abiertos
como si buscaras algo diminuto en la superficie irregular del mosaico. Este día la lluvia cae con fuerza y la cafetería es el refugio adecuado para varios de los clientes
que en ese momento ocupan el
local. Conoces la rutina de Efraín: acudir al Rívoli
de lunes a viernes al término de su jornada
laboral para cerrarla con su bebida favorita.
Después
de solicitar un espress doble en la barra, Efraín
se quita la gabardina, coloca en el suelo su portafolio y se sienta en una de
las mesas. De reojo lo ves. Tiene algunas canas en las patillas y en la barba
de candado que tanto te gustaba, y continúa
acicalándose el pelo con esos movimientos rápidos de atrás
hacia adelante que siempre le erizaban el peinado. Bright moments
suena leve a través de las bocinas colgadas sobre repisas. En las
paredes rojas, las sombras de los
clientes se distienden como guardianes nocturnos; mesas chaparras le aportan
intimidad al ambiente sutil.
Muchas veces planeaste y en varios
escenarios este momento. Ante el
espejo ensayabas los gestos, el movimiento de tus manos, las palabras adecuadas;
te vestirías de colores fríos
porque, según tú, debías trasmitir el mensaje con tranquilidad. Para decidir el lugar conveniente: el
restaurant donde come o la cafetería,
tardaste dos años y a este último
lo definiste como espacio neutral, sitio de excusa para encuentros; por eso fue designado. La fecha resultó para ti un conflicto mayor. Viviste pocos meses
tranquila sin pensar en elegir; y en muchos te invadía la angustia.
Los más te sumergías
en laberintos de insomnio e inquietud.
En ese vaivén transcurrieron seis años.
Hoy llegas a la cafetería en este día
nublado que amenaza con disparar gotas gruesas de lluvia como las que te
llueven en el alma y sin vestir ninguno de los atuendos que compraste para la
ocasión. Tu
imagen se refleja en los vidrios de la entrada del Rívoli; la miras un momento e intentas reconocer a la
mujer desaliñada, ojerosa y sin peinar. Mejor agachas la cabeza y entras.
Faltan treinta minutos para el arribo de
Efraín.
Cuando ves la hora en tu reloj pulsera, sientes un impulso de salir
corriendo y perderte entre las calles; logras dominarte con los puños apretados. No quieres café, son suficientes los recuerdos para mantenerte
alerta y con el corazón en vilo. El mesero sirve el té que solicitaste y, al mismo tiempo, mira tus manos;
entonces, ve los rasguños y por instinto las
escondes. No te molesta la seña en círculo que hace alrededor de su oreja cuando se
dirige hacia la barra; otra mesera secunda la befa, tal vez no están equivocados.
Flashazos iluminan tu cara, son los relámpagos que dan la bienvenida a la tormenta; llega
brusca, lanzando en cortinas chorros de agua. Es inevitable, empiezas a llorar al tiempo que el cielo se
desgrana; ráfagas de viento le escupen a las gotas, deformándolas; el ventarrón
se filtra sin obstáculos al
Rívoli. Hay
algunas mesas vacías; el ruido de la lluvia y el murmullo humano
opacan el castañeo de tus dientes. Dos hombres sentados en la mesa
de la entrada han descubierto que lloras, te miran por momentos con discreción. Este día
muchas cosas están en tu contra; el ambiente, tu atavío y el principal: lo indefectible. Sabes que hablar
de vida, de nacimiento, es diferente a dialogar de muerte. Dar una noticia de pérdida sin haber anunciado antes la ganancia resulta
ambiguo. El tiempo se comió el momento adecuado y lo permitiste. Durante seis años tu hijo ahuyentó
tu soledad y te dio alegría. Hoy el dolor es grande, te despiertas a
diario de un sueño no reparador, sintiendo el fantasma del beso
infantil. Echas de menos sus ojos grandes, sus travesuras, sus hoyuelos, su
mirada condescendiente cuando lo reprendías. Entras a su recámara que no has logrado desocupar, el dolor que
experimentas te lacera; a veces, temblando, imploras tu muerte para escupir esa
opresión en el pecho que te impide respirar. Existen
momentos en los cuales revientas maldiciones, te enojas con las circunstancias;
luego estás agotada, abrazas sus ropas y besas sus fotografías. Un
día deseaste que Efraín
estuviera a tu lado y, desde entonces, la idea de compartir el dolor no ha
dejado de dar vueltas en tu cabeza.
Por eso estás en la cafetería.
Por un momento dudas de que él llegue, la lluvia no cesa, se encuentra en lucha
intermitente con el viento. Miras
el piso cuando al fin él pasa a tu lado;
después, se sienta en la mesa contigua.
El espress de Efraín ya está
sobre su mesa; se agacha para sacar un libro del portafolio y, entonces, te ve.
Esa mirada tan tuya, bien cocida, espesa, jala la de él. Estás más delgada, tú pelo corto lo hace dudar. Seis años no son demasiados
o quizá no son de importancia cuando existió atracción
y armonía.
El conflicto de nuevo aparece en ti, enfrentas la indecisión sin desviar los ojos del suelo; entonces (en esta
cafetería rodeada de locales y edificios, donde vive la
rutina) vuela una paloma gris y blanca.
Ni tú ni Efraín
logran definir con exactitud de dónde
sale. Hilos sin nombres te
jalan. Te pones de pie cuando él se dirige hacia ti. Sin darle tiempo para nada, sales a llorar con la lluvia, a
cargar sola el duelo con las mismas piernas con las que cargaste tu demodé.
1 comentario:
Me encantó
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