Guillermo Samperio
Al salir de la cantina, se dieron cuenta de que ambos no traían dinero, no podrían tomar taxi e iniciaron el camino sin decirse nada. A Fer le dio por marchar como soldado, su gabán verde oscuro convenía a sus movimientos. Witold, de gabardina beige, imitó al amigo. La madrugada se había puesta neblinosa, húmeda, fría. Los autos pasaban lentos como evitando atropellar a algún fantasma extraviado. Fer y Witold se empujaron hombro con hombro y le dieron a su andar paso militar redoblado, aunque no lograban coordinar los pasos y a veces se ladeaban. Sin detenerse, Witold metió la mano en su gabardina y sacó una botella de mezcal, le dio un buen trago. Se la pasó a Fer, quien hizo lo mismo. Los dos echaron vaho hacia sus manos.
Iban por una zona, poco alumbrada, de casas de uno y dos pisos de los años cuarenta, y algunos comercios al menudeo que aún sobrevivían. Se detuvieron ante una cortina de fierro que tenía el letrero Sastrería La solapa elegante –con marcialidad, ambos se subieron el cuello– y, en letras más pequeñas bajo las otras, decía “zurzido invisible”.
–Dudo de la invisibilidad del sastre con tantas zetas –dijo Witold, se bajó el cuello y bebió de la botella–. Este sastrecillo no merece mi cuello levantado.
—Perdónalo —dijo Fer—, debe ser baturro.
—Si es así, me levantaré el cuello pero con “y” griega.
—La calle parece de juguete —dijo Fer—: sin ningún edificio. ¿Vivirán aquí puros chaparros? —le quitó la botella a Witold y, medio perdiendo el equilibrio, le dio un trago.
—Como si alguien hubiera jugado crucigrama y hubiera dejado varias casillas vacías e iluminadas —dijo Witold, quintándole la botella a Fer y la metió en su gabardina.
Reiniciaron la marcha militar.
—Siempre me he preguntado qué habrá detrás de una ventana prendida a estas horas —dijo Fer.
—Alguien que le reza a la Virgen de la Soledad antes de colgarse de una viga.
—Un tatarabuelo al que se le fue el sueño para siempre y se le descompuso la televisión.
—Bueno, como cadáver, te lo creo —repuso Witold—. ¿Te acuerdas que la mamá de Sergio tenía disecado a su abuelo en un sillón reposet en la sala? ¿Qué habrá sido de ellos?
—Ya ni la chingas —reviró Fer y levantó el brazo en forma rígida haciaWitold—. Me acuerdo de tus ojetadas... cuando le diste ron a la momia y el Sergio se te aventó a madrazos –bajó el brazo, metió la mano a su gabán, sacó unos cigarros y encendió uno; Witold lo secundó, pero le arrancó el filtro.
---Me gusta del tabaco fuerte.
El humo de los cigarrillos parecía detenerse en el aire, tal nubes breves en forma de listones. Los hombres llegaron a una esquina, se detuvieron a esperar a que una barredora pasara. La máquina, cuyo ruido era el de vasos que se quiebran, iba manejada por un hombre vestido de naranja. Witold y Fer detuvieron la plática. Aprovecharon para meterle otro rato a la botella y Fer se la ofreció al maquinista, quien negó con la cabeza con gorra naranja. Al cruzar la calle y ver perderse a la barredora en la bruma, el silencio se hizo más profundo. Tal vez por ello la voz de Witold resonó más que antes o tal vez por que era más potente que la de Fer:
—Sergio se sentía héroe como su abuelo –retomó la charla—. Se ponía las condecoraciones ecuestres y con ellas iba a la escuela.
—Yo diría que ellos, incluida la bella Alicia, eran una parábola de la vida lúgubre. La madre tenía siempre las cortinas cerradas y usaba lentes oscuros dentro de la casa.
—Creo que Alicia se hacia la loca. Tenia la malicia que le faltaba a su hermano. Le gustaba hacerse la vulnerable con la mamá.
—Pero era la que sacudía al abuelo —repuso Witold.
— Sólo para darle el avión a la pobre vieja —dijo Fer.
— Es una verdadera contradicción —dijo Witold en tono académico.
— ¿Fue tu novia , no, cabrón?
— Yo diría: amada, amante y amiga. Un día se la metí frente al abuelo.
Y ella se puso más cachonda.
—¿No que no estaba loca también? —se apuró a decir Fer.
—Sargento Manrique López Fernando, tome usted su ritmo.
Interrumpieron la charla y volvieron a tomar el paso redoblado medio en curva.
A un par de calles se veía la giba del paso a desnivel Viaducto Piedad. Tras los hilachos de la neblina, hacia el cielo oriente, se notaba un leve resplandor de luna llena. Bebieron otro poco y apresuraron el paso que iban perdiendo poco a poco cuando uno u otro se iba chueco, como si fueran a caerse o a tropezar.
—Te voy a confesar algo –dijo Fer ya con voz lenta.
—Ya lo sé —repuso Witold.
—¿Qué?
—También te cogiste a la mamá de Sergio.
—No. Un día le regalé un ramo de violetas y me mandó a la chingada
cuando le agarré una chiche.
—¿Ya viste? El verdadero héroe soy yo .
—No he terminado —repuso Fer—. Me dijo que su padre me estaba
viendo. Estaba loca, ¿no?
—Bueno, admito que había un tetraedro amoroso entre el abuelo, la mamá, Alicia y yo. Me gustan las locas. ¿Sabías que mi primera novia se suicidó?
—Si, ya me lo has contado mil veces, cabrón.
Se detuvieron antes de cruzar el Viaducto. Tomaron aire y mezcal. Empezaron a subir y llegaba hasta ellos el zumbido de los carros que pasaban a alta velocidad en las vías rápidas del paso a desnivel. De pronto, junto a la barda que protege a la gente para no caerse dentro del Viaducto, justo en la parte donde se curvea la giba, vieron a un teporocho acostado entre un montón de trapos y periódicos: era un promontorio de basura del que sólo asomaba un pie con zapato chueco y parte del rostro. Witold se le acercó de inmediato, se hincó y le echó un chorrito de mezcal en los labios. El teporocho ni se inmutó. Fer lo movió con el pie y el hombre empezó a roncar.
—Está más borracho que tu botella –dijo.
Witold lo destapó de un solo movimiento; un trapo voló hacia abajo, hacia los carriles de alta velocidad y se estampó en el parabrisas de un carro. El automóvil hizo un frenón, pero de inmediato siguió su camino veloz.
El teporocho era un hombre lleno de pelos en la barba y la cabeza, y el color de la piel era requemado, de perro callejero; traía guantes de estambre cafés agujerados. Witold lo agarró de los zapatos mugrosos sin calcetines.
—Agárrele las manos, sargento Manrique Fernado —ordenó Witold.
Fer siguió las instrucciones, lo elevaron y lo balancearon como columpio. Contaron uno, dos, tres y lo colocaron en el borde de la barda del paso a desnivel; el teporocho parecía un equilibrista o una moneda en el aire que podía caer de un lado o de otro. Vieron cómo los carros pasaban como si fuera a acabarse el mundo.
—Oye, cabrón —dijo Fer—; sigue durmiendo. Vamos a bajarlo ya, ¿no? Como broma ya estuvo bien. Se lo puede cargar la chingada.
—Sargento, no se insubordine –levantó la voz Witold, imitando el tono
de un general brigadier —.Paaaso redoblaaado, ¡ya! –agregó.
Terminaron de bajar la giba y atravesaron la calle y sólo Fer miró hacia atrás cuando le daba un trago al mezcal. Siguieron su camino marcial. Cuadras adelante, la silueta tambaleante de los dos se fue desvaneciendo entre la neblina de las cuatro de la madrugada. Sus voces y risas subían como eco de bufones hacia la leve luz de la luna.
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