Hernán Lara Zavala
Vivo atado a la cadena de mi fealdad. Soy de aspecto repulsivo: tengo la espalda dura como una coraza, del color del palo viejo y el vientre manchado de puntitos negros. Hay quien me toma por un cucarachón: estoy divido en dos segmentos que doblo a mi antojo. Tengo cuatro patas traseras y dos manos que se bifurcan en sus extremos; dos pequeñas antenas se mueven en mi cabeza, cerca de la boca. Y a pesar de esta apariencia soy dolorosamente inofensivo: no tengo aguijón, tenaza ni ponzoña. Si acaso emito un traquido cuando me doblo. Lento, avanzo por el mundo con mi monstruosidad a cuestas: mi poca energía proviene de los restos de vida que entrañan unas cuantas astillas. Vivo en los troncos añosos de árboles caídos en baldíos yermos y abandonados. Apenas y me muevo. Nunca bebo. Mis heces son casi invisibles y algunos dicen que me nutro de éter pues nunca me ven comer. Mi casa, mi alimento, mi aire y mis movimientos se limitan al espacio que ocupa el puño de una mano. De esa misma mano que ahora me amenaza, me sujeta, que me toma entre sus dedos, me manosea, me dobla y se burla abiertamente de mí, de mi docilidad, de los ruidos que emito. Soy demasiado insignificante, demasiado inerme para soportar tanta deformidad. Y sin embargo me toma prisionero. Para humillarme, para despojarme del único orgullo que poseo, el de mi repugnancia, me cargan el lomo de bisutería que brilla en ámbares, en rojos y en azules para atenuar el despropósito de mi pobre caparazón. Me atan una cadenilla en torno a la cintura. Y un día, después de tantas malas noches, de tantas pesadillas, de tanta grisura ocurre el milagro: me despierto, muy cerca del corazón de una mujer. La acaricio con manos.
1 comentario:
no le falta el final?
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