Eusebio Ruvalcaba
No hace mucho, me invitaron a la presentación de un libro —“de la novela más ingeniosa de los últimos tiempos”, decía la publicidad que me llegó vía Internet. Confieso que en mi condición de enfermero no soy afecto a ir a presentación alguna, concierto, exposición ni nada que se le parezca. Pero esta vez la situación era diferente porque justo un paciente era el autor de la dichosa novela. Se había establecido un click entre él y yo, y cuando dejó el hospital me preguntó si tenía correo electrónico, se lo di —que su esposa apuntó con letra grande y de imprenta en una bolsa de papel estrasa—, y hete aquí que en un par de semanas me llegó el anuncio.
Fui a la presentación y me pareció lo más aburrido del mundo. Si la novela era tan ingeniosa, por qué los presentadores tenían que ser tan monótonos, me preguntaba yo, ¿o así serían todas las presentaciones? Tal vez.
Estaba a punto de ponerme de pie y marcharme cuando mis ojos se detuvieron en los ojos de una mujer que estaba sentada a un par de lugares, y que de casualidad se volvió a mirarme. Era evidente que venía sola.
Todo lo que para mí era aburrido, a ella parecía llamarle inmensamente la atención. ¿O no demostraba eso su cabeza que iba de un lado a otro, para no quitarle la mirada a quien en ese momento tuviera la palabra?, ¿o no delataban ese interés sus piernas, que las cruzaba de izquierda a derecha y a la inversa, con tal de tener una posición más cómoda?
En la misma medida sus facciones, su piel, su sedoso y brillante pelo me atrajo. Yo tengo 27 años —cinco de casado— y ella andaría por los 40 o los 45. No sé, siempre he sido malísimo para calcular edades. Pero de inmediato sentí el jalón de la carne —que fue exactamente lo que sentí cuando conocí a mi mujer, y que es exactamente lo que ha hecho que ella sea el monstruo de los celos personificado.
Decidí pues esperarme a que la presentación terminara y acercarme a la cuarentona. De vez en cuando un poco de adrenalina no está mal. Cada vez la veía más atractiva y deseable. Ella se percató de mi nerviosismo, se sonrió conmigo y me dirigió la palabra. Me preguntó si ya había leído la novela y le respondí que no —iba a responderle que en la vida había leído ni una sola, pero temí decepcionarla. Y enseguida investigó si el novelista era mi amigo. Claro que sí, hemos estado juntos en las buenas y en las malas. Oh, qué maravilla, ¿me contarías acerca de él?, estoy tomando un diplomado de literatura mexicana y me encantaría incluirlo. Por supuesto, yo te llamo, dije, extendí mi palma y escribí los números. Qué romántico, dijo ella, tenía siglos que no veía a nadie escribir en su propia piel.
Entonces la conversación comenzó a fluir. No soy casado, respondí. Y dije, muy quitado de la pena, que era subdirector de una clínica que se ubicaba en Polanco, exactamente en la esquina de Eugenio Sue y Ejército Nacional. Cuando me preguntó mi especialidad le dije que era ginecólogo, y que lo que yo perseguía era una suerte de misión imposible: atender a mujeres carentes de recursos que estuvieran embarazadas, que las había por miles en los cinturones de miseria de la ciudad de México. Qué maravilla, dijo, y entornó los ojos.
Pronto sirvieron el vino. Distinguí a lo lejos a la esposa del novelista. Ella también me vio, y a las claras me dio la espalda. Claro, mi profesión de enfermero seguramente no representaba para ella ningún atractivo. Yo tampoco insistí en mirarla. Al contrario, mejor que siguiera su vida y yo la mía. Lo único que me preocupaba era que mi acompañante tuviera su copa llena. Ser enfermero me permitía saber de las enfermedades. A simple vista identificaba a quien entraba con el coma diabético a punto de atacarlo, o con el infarto en puerta, o al que estaba a unos centímetros de la congestión alcohólica. Pero con la misma facilidad —cinco años de enfermero titulado y en activo me autorizaban— sabía las propensiones de cada quien. Y la mujer que estaba a mi lado —de nombre Alicia— no podía disimular su simpatía por el alcohol; ni creo que le hubiera interesado hacerlo.
Salí con el ánimo hasta arriba. Llegué a casa y mi esposa aún se encontraba despierta. Cuando me oyó salió a recibirme con la mejor cara. Te hice tu costilla a la mexicana, dijo. Quítate la chamarra y ve a lavarte las manos. Quiero que me cuentes todo, detalle por detalle.
Me miré al espejo mientras el agua escurría del grifo. ¿Ése era yo? ¿Un cobarde que pondría aquel teléfono bajo el chorro con tal de que su mujer no lo notara? Sí, ése era yo. Un antihéroe.
Los números finalmente habían desaparecido.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario