Agustín Cadena
Treinta años después de su
matrimonio con Jane, Tarzán era un cincuentón calvo y con sobrepeso.
Habían
tenido dos hijos y ya no vivían con ellos.
Tarzán
trabajaba en un periódico, poniendo en orden alfabético los anuncios
clasificados. Era un trabajo que nadie quería hacer, pero a él le parecía
entretenido.
En
las tardes llegaba cansado a su apartamento y, después de comer con su amada
Jane, se ponía sus pantuflas de zarpas de tigre, se sentaba en su sillón
reclinable y buscaba el control remoto de la televisión para mirar los
documentales de Animal Planet. Apenas si podía creer que alguna vez él
hubiera estado cerca de todo aquello.
Los
viernes iba a un bar a jugar dominó con sus amigos, y los sábados los pasaba
con su mujer en el centro comercial. Llegaban por la mañana y se ponían a mirar
las tiendas, compraban alguna cosita que estuviera de oferta. Luego se sentaban
a comer una pizza, y en la tarde se metían a una sala de cine. No había para qué
salir del edificio.
A
veces hacían el amor al llegar casa, pero Tarzán ya no tenía los bríos de la
juventud; ya no era el salvaje hipersexual de quien Jane se enamorara un lejano
día, en una igualmente lejana selva africana. Ya ni siquiera le salía su grito.
En realidad siempre le había costado trabajo excitarse con el cuerpo lampiño y
relativamente inodoro de su mujer. Extrañaba a sus antiguas amantes, las
hirsutas gorilas de la selva. Ésas —se decía lleno de nostalgia— sí que eran
hembras.
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