Gabriel Rodríguez
A este sujeto se le comenzaron a aparecer los fantasmas de las flores muertas. Al principio no le dio tanta importancia pero conforme dicho fenómeno se hacía más y más constante resultó imposible ignorarlo. Mañosas, las apariciones aprovechaban las impares noches de soltero para asomar sus telúricas cabecitas gachas. Si él se paraba de la cama con antojo de agua fría, en el pasillo se topaba con un enorme girasol cabizbajo y semitransparente, una magnolia flotando en la pieza o una docena de claveles danzando. Salían temblorosamente de los parques y ventanas. Macetas en el camino chorreaban caídos tallos atorados en la eterna pausa de su deshojada desdicha. Polinizaban que daba miedo. Sigilosos acordeones de distintas flores muertas lo seguían a donde fuera. En más de una cita amorosa, rosas con o sin espinas hacían acto de presencia jugando malas pasadas con la chica en turno. Tuvo que dejar la gustosa manía de pisar hojas secas de otoño no sólo porque cuando se disponía a quebrar una resultaba que no estaba ahí, sino porque sus espectros eran los peores y más recalcitrantes, reproduciendo por horas el escándalo de su quebranto. Se ensañaron las flores de ultratumba con el pobre sujeto que, espantado, dejó de visitar la tumba de su hermano porque apenas entraba a un panteón era atosigado por los incontables brotes de florecillas escupiendo pétalos en cada tumba. A veces el simple hecho de apagar la luz era rodearse de una lluvia irremediable de las delgadas letras que brotan al soplar un diente de león. En toda su vida, y dependiendo la época del año, siempre había flores sueltas y arreglos caros, amapolas, claveles, nochebuenas, ramos de boda, rosas que se llaman labios de mujer; marchitas, con sed.
Con el paso del tiempo el hombre se dio cuenta de que no eran muy ruidosas aquellas apariciones encapulladas, hasta podían llegar a verse hermosas en grupos de diversa índole a esa hora en que el sol hace que las cosas parezcan pinturas. Como fieras o nubes o marcas de agua, los fantasmas adornaban todo abrir de ojos, rostro de político y boca de lobo. Viejo y abandonado, optó por asimilar aquello como una señal y encontró apremiante la labor de jardinero. Aprovechó la proximidad de su jubilación para hacerse de un jardín pluricultural de colores que no todo mundo sabe existen. A cada dulce explosión le dedicó sus tardes últimas y enteras. Amándolas, atendiéndolas, platicándoles sus impresiones de la vida, prometiéndoles un lugar en su corazón y corona; consiguiendo así las visitas ulteriores de sus flores predilectas que en su jardín lograban entender y perder la belleza.
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