Gilberto Marti
Una noche me encontré al “Rostro”. Se veía tan solo y frágil que me nació el deseo de partirle toda la cara, ahí mismo, en el callejón.
Era el niño perfecto: bueno para el deporte, para las matemáticas…. En la escuela cada mes salía su foto en el “cuadro de honor”. Cuando no estaba conversando con algún maestro o con el mismísimo director, lo veíamos en la cafetería rodeado de chicas.
Aprendí a odiarlo en silencio y a esperar el momento de la venganza. Esa noche había llegado. Me paré en su camino. “Hola, bicho”, dijo. No le contesté: ya estaba calculando el lugar de la cara donde encajaría mis puños, imaginando el crujido sublime de su nariz. No alcancé a levantar ni un dedo: tras un rápido chisporroteo de cables, la lámpara del alumbrado se apagó, dejándonos en completa oscuridad. No recuerdo quién gritó primero, pero luego todo fue correr, escapar atropellándonos, dando tumbos en las paredes.
Al otro día, en la escuela, nos encontramos varias veces, ignorándonos, evitando la vergüenza de mirarnos a los ojos. Nunca le conté a nadie el incidente. Salimos de la primaria y nunca más supe del “Rostro”. Eso sí, cuando lo recuerdo sonrío, porque estoy seguro de que los alaridos como de niña fueron los de él.
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