Bertha
Jacobson
Eneida llegó a la carnicería haciendo
aspavientos para que la vieran sus padres.
Lacho y Justina sin volverse, miraron el reflejo de su hija mayor en el
espejo de pared a pared que anunciaba las ofertas del día.
―Ya van a cumplir cuarenta años de casados
―dijo Eneida sonriente ―, y como esa cama que tienen es de dar lástima, entre
todos sus hijos queremos comprarles una nueva.
―¡Que sean camas gemelas! ― contestó Justina
con premura.
Al escuchar a su mujer, Lacho se volvió con
brusquedad y no midió la distancia entre su mano y la cuchilla.
―¡Chingao! ― farfulló mordiéndose el dedo que
sangraba profusamente, para luego meterse al baño dando un portazo.
―¡Ay mamá! ― trató de conciliar Edelia.
― No m’ija, yo les agradezco el detalle. Es
toda una vida durmiendo en ese colchón de borra apestosa.
―¿Por qué camas gemelas mamá?
Justina no iba a discutir sus intimidades en
público. Dormir con su marido dejó de ser un placer hacía ya mucho tiempo, y
como no tenía intención de cambiar de opinión, prefirió no decir más para
evitar una discusión con su hija y con Lacho, quien regresó con el dedo
envuelto en papel del baño.
― ¡Injusta Injustina! ¿Cómo puedes pedir camas
gemelas? ― exclamó Lacho enfurecido.
La tensión flotaba en el aire. Eneida masculló
una disculpa torpe y salió del establecimiento cómo bólido. Justina suspiró y
fijó la vista en un punto distante de aquel espejo manchado y salpicado de
sangre.
Tan pronto se casaron, los padres de Lacho les
traspasaron el negocio de la carnicería y lo primero que ella hizo fue instalar
ese gran espejo de pared a pared sobre la mesa de trabajo. No soportaba ver a su marido manejar la
cuchilla con la mano izquierda, y aunque a menudo se arrepentía de tener que
limpiar las salpicaduras, prefería observarlo a través del reflejo, ya que él
era zurdo y ella nunca se acostumbró a verlo según sus palabras, "haciéndolo
todo al revés".
Buscó vestigios de su matrimonio ocultos en las
imágenes guardadas por el fiel espejo a lo largo de cuarenta años. No encontró
ninguno de sus sueños románticos de adolescente, ni de la pasión de los
primeros años de matrimonio. Lo único
que el espejo le regresó con crueldad inusitada, fue su mirada cansada y
severa, las patas de gallo, la doble papada, el cabello lacio, ya sin lustre y
un esposo tan viejo y acabado como ella; y peor aún, porque Lacho estaba calvo,
panzón y chimuelo. ¿Cuándo pasó de ser el amor de su vida a compañero de
trinchera? Fueron muchos años de lucha hombro con hombro para mantener el
negocio a flote, y la relación matrimonial que soñó en su juventud sucumbió al
peso de la crianza de cinco hijos, se perdió por el camino del tiempo, y quedó
empolvado bajo el cansancio de largas jornadas de trabajo. Al caer la noche, el único deseo de Justina
era el descanso, y la verdad, el maldito lecho conyugal no tenía nada de lecho
y sí mucho de yugo.
Eran casi cuatro décadas de pelear su derecho a
los cobertores, de oírlo roncar, de sentir cada movimiento y resoplido, de
despertarse cuando él se levantaba a orinar, de escucharlo hablar entre sueños.
Toda una vida de mal dormir y Justina anhelaba un respiro. Las camas gemelas no
lo arreglarían todo, pero a su modo de ver, mejorarían la situación.
Lacho y los hijos hicieron campaña para
convencerla que una cama tamaño Queen sería mucho más cómoda, pero ella no dio
su brazo a torcer.
― Yo quiero camas gemelas, si no po’s mejor no
me den nada.
Y llegó la fecha de entrega. El par de camas
gemelas venía con juegos de sábanas satinadas y colchas de hilo tejidas a mano
por las monjitas de San Juan de los Lagos. Al quedarse solos, Justina sintió
que el cristo del crucifijo de madera tallada en Janitzio, el mismo que ella
colgara de la pared el día de su boda, los observaba con cierta sorna.
La mujer escogió la cama del lado de la ventana
y trató de hacerle plática a su marido.
― Mira qué suavecitos están los colchones,
Lachito.
Su esposo no respondió y Justina optó por
entrar al baño a cambiarse de ropa. Regresó a los pocos minutos y se encontró
al marido tumbado en la otra cama con los ojos cerrados.
― Buenas noches, Lachito ― susurró acercándose
a su marido y se inclinó para darle un beso maternal en la frente.
Sentía tal emoción con su cama nueva y su
reciente libertad que no pudo conciliar el sueño. Podía moverse sin temor a
encontrarse con las rodillas huesudas de Lacho y los cobertores, todos para
ella.
La comodidad de las sábanas frías y el
encontrarse sola en una cama después de tanto tiempo, la llenó de una sensación
de tranquilidad. La misma con que dormía en la cama de la abuela cuando le
visitaba de jovencita. Su mente vagó a aquella madrugada, muchos años atrás,
cuando despertó ante un ruido extraño.
Al asomarse por la ventana, distinguió entre las sombras la figura
esbelta de Lacho, el hijo del carnicero, arrastrando con decisión un ternero.
La pobre bestia berreaba sin tregua presagiando su final en el matadero.
Justina, llena de curiosidad, cubrió su camisón
de manta deshilada con el chal de lana de su abuela, y salió de la casa
siguiendo a distancia los pasos del muchacho, quien enfiló hacia al corralón
detrás de la carnicería.
Ajeno a que era observado, el joven procedió a
cortar con golpe certero la yugular de la bestia y luego, con paciencia, vertió
la sangre en un recipiente para preparar morcilla. Con incisiones firmes y
concisas comenzó a desprender la piel del animal pues mientras más grande la
pieza, mejor la pagaría el curtidor.
Justina se cubría la boca con las manos para no
gritar y no era que la sangre le aterrara, era que el joven empuñaba la
cuchilla con la mano izquierda, y a pesar de su evidente destreza, a ella le
parecía que todo lo hacía al revés y en cualquier momento podría sufrir un
accidente. No pudo evitar un suspiro de alivio cuando él dejó descansar la
herramienta sobre una piedra.
Lacho la escuchó y levantó la vista. Los ojos
de ambos se encontraron por primera vez. La incipiente luz del alba envolvía la
silueta de la chica en un halo místico. Con el viejo chal sobre los hombros,
ojos brillantes de emoción y mejillas encendidas por la agitación, aparecía
como un ángel. El joven se enamoró de ella en ese momento. La sangre del
ternero selló nuestro amor, solía decir él.
― Justinita ¿Estás despierta?
El susurro de Lacho desde la otra cama la
regresó al presente, pero no contestó. Oyó unos pies descalzos cruzar el
espacio entre las camas gemelas y sintió el cuerpo de su marido meterse entre
las sábanas. Tuvo que moverse y quedó casi colgando contra la orilla de la
estrecha cama.
― No puedo dormir si no estoy contigo ― musitó
Lacho abrazándola, jalando los cobertores y aclarándose la garganta.
El rostro de Justina se contorsionó en una
mueca de frustración que su marido no vio en la oscuridad. A partir de esa
noche, Lacho cruzaba el corto espacio entre las camas gemelas para dormir con
su mujer y la pobre vieja, empezó a soñar constantemente con un ternero
berreando sin tregua presagiando su final en el matadero.
2 comentarios:
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